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lunes, 7 de diciembre de 2015

Homenaje al maestro Hans-Georg Gadamer. Por Fulgencio Martínez. Revista Ágora digital-Ágora-Papeles de Arte Gramático




(Homenaje al maestro H-G. Gadamer)

GADAMER A LA LUZ 
DE BARTHES Y EL POST-ESTRUCTURALISMO


   1   HACIA GADAMER


En momentos de dicha 
-no la sensación de estar bien, la plenitud, el goce,
la seguridad o el afecto, ni una buena comida,
sino la brusca inspiración, tuvimos
la experiencia pero se perdió el sentido,
y acercarse al sentido es restablecer la experiencia
de una forma diferente, más allá de cualquier sentido
que podamos dar a la dicha.

The moments of hapiness – not the sense of well-being,
Fruition, fulfilment, security or affection,
Or even a very good dinner, but the sudden illumination-
We had tne experience but missed the mearning,
And approach to the meaning restores the experience
In a diferrent form, beyond any meaning
We can assign to happiness.” 
                          The dry Sauvages, Four Quartets.   T.S. Eliot



En algún momento durante mi lectura de uno de los textos de Verdad y Método II, de Gadamer, me saltaron a la memoria  estos versos de T.S. Eliot: “Tuvimos la experiencia, pero se perdió el sentido, y aproximarnos al sentido es restablecer la experiencia/ de un modo diferente...” 

Se interponían en mi escucha interior de Gadamer y aun en los intersticios del “texto comprensivo, interpretativo” de Gadamer-Barthes que estaba ensayando, tentando. Eran como una revelación. Me di cuenta súbitamente de que decían, mostraban un dictum guardado y revelado por mi memoria, que contenía la cifra de toda mi “investigación”.   

Incluso los términos felices: Acercarse al sentido por aproximación (proximidad, apropiación) de Gadamer a la unidad de sentido del texto; mencionaban la problemática de la aproximación-apropiación; sentido (o significado, meaning en Eliot) como el horizonte ideal hermenéutico, en Gadamer, pero también, a su modo y en otra versión, en Barthes; experiencia, dicha, momentos de dicha aludían a la tensión entre lo temporal y la súbita iluminación (brusca inspiración donde resplandece el sentido en su unidad con la vivencia; antes de volver el sentido - como el rayo, que ilumina con su relámpago- a la oscuridad, y haber de reconstruirlo, laboriosamente, en diálogo con todas las otras interpretaciones (Gadamer) o a través de una huella, siguiéndola como una madeja, deconstruyendo (en sentido de Barthes, hacia el cuerpo cierto del gozo, hacia lo inesperado e irrepetible, más allá o mejor a través de las lecturas del poder y sus estereotipos, no rodeándolos, ni omitiéndolos ingenuamente, sino atravesándolos, desplazándose constantemente hacia un no lugar); o en el sentido de Derrida, fluyendo en la diseminación, dejándose llevar por la diferencia que añade o supone cada interpretación, disolviendo por tanto la univocidad del sentido y navegando hacia y entre un multitexto con pluralidad de sentidos.Y, también, no menos, el término mismo de dicha (felicidad, happiness, en Eliot) evocaba el placer y el gozo barthesiano, pero más allá, me llevaba a Gadamer, a la felicidad, eudaimonía aristotélica, y al asiento de la hermenéutica en la filosofía práctica, en la ética de Aristóteles. ¿No serían esos momentos de dicha, felicidad, el texto perdido que luego la racionalidad práctica, la ética, la hermenéutica, intenta reconstruir laboriosamente? Desde una razonamiento que se impone como platónico: ¿cómo podríamos buscar la felicidad, el bien, a través de la acción ético-politica, sino lo tuviéramos ya, si lo conociéramos de antemano por esas súbitas inspiraciones iluminaciones?

¿Y esas súbitas inspiraciones no serían los textos eminentes de los poetas, que son capaces de fijarlas normativamente, de modo que tanto la política como la acción serían una anamnesis o reconstrucción de lo perdido y recordado por los poetas en su dictum, en su palabra autopresente, que además guarda fiel el sentido unitario, lo fija (Gadamer) o con Foucault, la perfecta identidad de les mots et les choses, identidad originaria que sólo cuando la palabra se usa para otra cosa, para un saber cultural ordenador, al servicio del poder, se descompone por analogía, correspondencia, similutades, metáforas, sinonimas, etc, abriendo el campo de las discontinuidades del saber pero también del olvido (Heidegger) del sentido?

¿No estaría justificado el Heidegger que se interesa por los poetas, y la apertura de la hermenéutica de Gadamer a partir de encontrar en la poesía, en el dictum, en el arte o texto eminente, una verdad más originaria que la verdad de la ciencia impersonal? Pues el lenguaje se habla y me habla a mí, anuncia por un lado una verdad (llamémosle objetiva, de fondo, más profundamente objetiva que la objetividad falsa de la ciencia), una verdad que habla desde un fondo de experiencia común, un ser energía compañero fantasma humano. ¿No será algo más radical el lenguaje, y en especial la poesía, como dijo Heidegger, que la casa del ser, y no será algo más el hombre, como dijo Aristóteles, que el animal que habla, y el lenguaje lo ontológicamente humano? ¿El lenguaje sería la casa, el hogar del hombre, y éste un animal que interpreta, además de hablar? El lenguaje originario, si seguimos a Derrida, es la herencia del hombre, el palimpsesto de sus huellas, la constatación a veces de lo perdido, pero también de lo que deja algo, una débil marca, una huella también posible de leer para adelante, como recuerdo que viene de atrás. Derrida, con su profunda reflexión sobre el texto como trace, creo que va más allá y por el camino, ahora más apropiado, del último Heidegger, y no en vano Gadamer le dedica, pese a todos sus esfuerzos de acompañarle o de discutirle, una profunda atención a la meditación de Derrida sobre el lenguaje como huella. No se trata del lenguaje como casa del ser, de un ser que acontece en el lenguaje y como acontecimiento al menos futurible trascendental, o que como rector de la cultura humana, en sus ocultamientos-desocultamientos provisionales, define las épocas. La visión de las ciencias del espíritu, Dilthey, no acaba de dejar de sujetar a Heidegger y a pesar de pretender éste superar el relativismo histórico y las teoría diltheyana de los tipos psicológicos y las concepciones del mundo, recae en una lectura de fondo historicista, científica en el fondo: la historia categorizada por el ser viene a cumplir las necesidades científicas de orden, de establecer casilleros (de poder, Barthes), la necesidad de ordenar el continuum vital de la historia, usando el acontecimiento del lenguaje-ser como meta, y sus apariciones discontinuas como épocas culturales. “La historia de occidente es la historia del olvido del ser”, dice Heidegger. 

La era de la técnica actual supone, para Heidegger, la muerte del pensar, el olvido definitivo: el olvido del olvido de esa pregunta por el ser. Sospecho que, en el fondo, le movía subconscientemente a Heidegger el definir la técnica, la ciencia, darle un rostro, una figura, una presencia; de modo que su filosofía juega, pese a él, al servicio de la ciencia, que al fin encuentra una caracterización metafísica. Pues es peor no saber qué se es, no tener un espejo en que reconocerse, que reconocerse aunque sea por el contrario, y en una figura no agraciada, mala.

También por tanto la investigación de Heidegger sobre la poesía está “usada”, recuperada, dominada por la ciencia, pues a través de la contrafigura del discurso poético la ciencia se autoreconoce mejor. Esto no lo sabe ver Gadamer, pero se desprende de Barthes y Deleuze, que retornan a Nietzsche, como el verdadero fin de la metafísica.

Entendemos, con Derrida, que el lenguaje es una huella del hombre: nos embarcamos en la antropologización de todo saber, experiencia, historia, liberada por fin del metadiscurso que le impone a la huella, y por ende, a lo humano, su servicio para un saber-poder clasificador y dominante. En esa huella la diseminación de los sentidos es riqueza, la diferencia es estímulo.

Frente a las huellas del hombre en la tierra nos quedamos primero perplejos, como el que quiere seguir un orden, una pista en ella; la huella indica algo que fue y se ha perdido, algo que se mantiene y permanece en trance a difuminarse, también la huella indica direcciones múltiples, posibles, y, sobre todo, la huella no señala unicamente un camino; indica sólo que por ahi se ha pasado. Esto es lo más radical del lenguaje: el que es el ser ahí del hombre, su “mancha” incripción sobre la tierra, el tiempo, la nada. Pero toda huella puede ser leída como falta, manque, en sentido lacaniano, denuncia de una carencia estructural de algo: en efecto, en toda huella ha desaparecido la presencia del que la ha dejado, el lenguaje es siempre marca de una ausencia, no de una presencia, y por otra lado preludio de futuro: encierra un mensaje que no nos sirve de orientación unívoca, pero proporciona una resonancia, con su capacidad de resonar en cualquier tiempo futuro como cifra de experiencia, de saber, del camino intentado por el hombre. La resonancia es el futuro de la huella.

Incluso en el arte, en la poesía, toda obra actual traduce, significa, actúa tanto para el autor como para el oyente-intérprete sobre esa caja de resonancia. Así un poeta, como Cesar Vallejo puede escribir descomponiendo el soneto, porque el lector y él retienen en su memoria el soneto como estructura formal deconstruida. Los textos de Trilce pueden ser a la vez modernos, extraños, rupturistas a condición de que resuenan en ellos esa estructura fantasmal, ese palimpsesto, la resonancia de lo ya logrado, la forma soneto y que no ha de repetirse como estereotipo para ser viva obra de arte. Lo mismo ocurre con las palabras, con la metáfora viva (Ricoeur): en ella resuena la huella de un caminante que es puesta de nuevo en el filo de la vida.


    2      HACIA BARTHES

         Caminante no hay camino/, se hace camino al andar... decía Machado, Y al volver la vista atrás/ se ve la senda que nunca /se ha de volver a pisar.

Esta cita me introduce en una segunda consideración. Decía que el lenguaje del verso se dice, pero también que habla para mí. La individualidad es el misterio del propio cuerpo individual, separado de otros cuerpos. (“Cada vez que intento, dice Barthes, analizar un texto placentero, no es mi “subjetividad” la que encuentro, es mi “individuo”... es mi propio cuerpo de gozo lo que encuentro” (El placer del texto. pag 44) El gozo, distinto del placer, es en definitiva individual. El placer puede ser cultural, puedo extraer disfrute, deleite, en reconocer los significadores culturales de un texto, de un poema; de modo que hago una constatación confortadora de mi sapiencia de la cultura y del lugar en que me incribo, el saber de mi época. Hay, en el fondo, una satisfacción de dominio, subjetiva, que no es otra cosa que la relación siervo-amo del que habla con el lenguaje: me siento poderoso al sentirme dominado por el poder de la lengua y la cultura y de reconocer sus órdenes en los textos. Pero el gozo (además de ser idealmente, útopicamente anarquista) es atópico, deslocalizado y supone una operación (que Barthes denomina extenuación) de deslocalizarme, de perder las referencias, como un perder los sentidos, o al menos el sentido habitual, para encontrarme en otro sentido.

    3

Frente al estereotipo, a la forma de la verdad codificada, que hace repetir siempre el mismo sentido; el texto eminente (Gadamer), la verdad poética nos abre a una experiencia nueva de sentido.
    
En esto coinciden Gadamer y Barthes: el primero al relegar a lo  cursi cualquier forma de estereotipos o fórmulas trilladas que no son arte ya, sino artificio, no estilo sino estilización, y al proponer frente a la verdad fisicalista otra verdad más constitutiva, la poética: la del texto eminente; y, por otro lado, al graduar la dimensión textual (desmarcando de ésta, primero, lo que queda más acá de su límite: antitextos, paratextos, pretextos), y poniendo por encima de otros clase de textos - jurídicos, documentales, orales, religiosos - la obra del arte, la escritura, y aún dando una jerarquía del texto eminente: la literatura, el teatro, la prosa poética, y finalmente, la poesia pura. 

Aquí se hace ver de paso un punto de vista distinto: en Barthes, y en Ricoeur, predomina la literatura, lo imaginario, la narrativa.  A estos últimos les fascina la narratividad: a Barthes más por su vocación, paradógicamente, realista de convocar el fantasma imaginario y de escindir reviviéndolo al sujeto, lector neurótico, sacado de sus casillas, de su confort, para prepararle al gozo de su pérdida: desvanecimiento en el sabor del texto que ilumina lo otro; o mejor que ilumina, que da cuerpo, (imaginario), figura igual al mío, con el que establecer una relación al último erótica. (En el fondo del pensamiento barthesiano hay un poco de narcisismo: el texto fantasea con otro yo, con el que no se discute, no hay escenas, pero tampoco se dialoga, porque ese otro es yo, mi fantasma, y nos entregamos a un placer (inútil, perverso, es decir, no controlado ni clasificado por la producción.)

En cuanto a Ricoeur, la narratividad es más vista como estructura que puede recalar en la insoportable inconsistencia de lo temporal (el arte de la palabra, de la narración es como crear boyas, balizas en una superficie móvil, desafiando la no presencia, la desubicación y perdida de la experiencia. La escritura fija marcas, como las traces de Derrida. Continuamente buscamos “un emplazamiento para las cosas pasadas y futuras, en cuanto son narradas y predichas”. (Paul Ricoeur. Tiempo y narración.” Aporía del ser y el no ser del tiempo” p. 51).

La narrativa, ejemplo de escritura topológica, de una topología imaginaria, es una fotografía capaz también de revelar los sueños y lo que no vemos ya, eso que son los sueños y el pasado y el futuro, no visibles, se revela por esa marca. La necesidad de emplazar, y dar – aunque precariamente- una permanencia en un lugar es la escritura. En eso también lo reprimido, lo fantasmal, los deseos entran en juego. Y la cultura humana en su totalidad puede ser entendida como texto narrativo. Venecia, no en vano tan cara al deseo colectivo, y a Thoman Mann, es la síntesis de la novela.

Por otra parte, la escritura cientifica histórica no se distingue de las operaciones de narrar.

“Nada indica que el discurso histórico exija nexos distintos de la estructura... de la frase narrativa. Por eso, explicar y describir -en el sentido de la frase narrativa- han sido considerado durante mucho tiempo indescernibles.” (op.cit. p. 253)No hay distinción entre crónica e historia, entre relato literario y verdad histórica científica. Todos son documentos. Ricoeur lleva al extremo la visión narrativa de la hermenéutica, iniciada con Barthes. 
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Indagamos en lo común a los tres autores, pese a sus diferencias. Creo que en el fondo coinciden en: 1. Hay un sentido, sea múltiple o unitario, del texto, 2. y ese sentido está principalmente en la obra artística, en la literatura o texto eminente (sea para Gadamer la poesía, entendida genéricamente como dictum, palabra autónoma que se autopresenta y de algún modo obliga, y donde van unidos significante y significado, sonido y sentido; sea, para Barthes, el texto de placer, o mejor de gozo, que se perfila mejor como narración imaginario, o texto, entendido no necesariamente como obra en conjunto, unitaria, donde importa preguntarse por la coherencia total y la intención autorial; sino como fragmento, y en ocasiones hasta como frase, y que realiza el cuerpo sustraído por el poder, convertido en un imaginario por la lógica del deseo del poder; o sea, como en Ricoeur, quien, al reducir todo texto, incluso el histórico-científico a narrativa, a documento, concluye en la literatura como texto eminente. Y en esta misma reducción, a documento, Derrida, aunque su reflexión sobre la trace es más profunda y no puedo (ya la he tenido en cuenta bastante en este trabajo)seguirla más. Sé, sin embargo, que volverá.


          4

Por todo este rodeo, me acerco al hablar para mí del texto y al profundo tema de la individualidad (no subjetividad) que está dirigida por el texto (en esto Gadamer y Barthes estarían, cada uno a su modo, de acuerdo; al situar la preeminencia del texto, en uno (Gadamer) normativamente, en otro (Barthes) como fuente-origen del placer. La orientación al texto es, por tanto, básica en ambos. Ya veremos en otro capítulo las diferencias en la atención al texto de ambos autores según el fin que persiguen.   

La significancia (significance) es, para Barthes, lo que excede de lo esperado, predecible, lo que sale del sistema; es también por tanto el sentido, que busca Gadamer como idea reguladora del diálogo hermenéutico. Pero es el sentido gozado, captado por el cuerpo individual y sus sentidos.

En Barthes, placer, y al extremo, goce es el otro nombre de sentido. En efecto, veremos como el saber-sabor es la forma de la sabiduría, de la que habla Barthes al final de su Lección...; y a la que aspira también Gadamer (la hermenéutica filosófica, reconoce, debe ser finalmente llamada, con rectitud, filosofía hermenéutica, o, por otro nombre, sabiduría. Como titula sus libros dedicados a los presocráticos. “El inicio de la sabiduría”). Pero observemos que la lectura es más sabia si se capta más con el goce, la lección entra mejor si acompañada de placer.

Vuelvo a la cuestión inicial de este capítulo. ¿Qué quiere decir esto para mí? Esta es la cuestión que plantea Nietzsche a toda hermenéutica, a todo intérprete, o lector. Fijémonos en una diferencia respecto a Barthes, quien da por sentado que lo que saco de la lectura es lo que quiere decir para mí: no repara en que Nietzsche lo formulaba de forma interrogativa. ¿Hay en Barthes un riesgo de subjetivización? Sí, si pensáramos que así nos perdemos el sentido verdadero, unívoco, del texto (lo que supone como ideal Gadamer); de lo contrario, no. El relativismo, enseña Gadamer, sólo lo es tal para un absolutismo; la subjetivización, para una supuesta distancia objetiva, para un objetivismo metodológico de la ciencia precisamente cuestionado por ambos autores. Barthes es coherente con su reducción o identificación del sentido con el placer que obtengo. ¿Qué sentido tiene hacer esos ejercicios que llamamos hacer el amor? Obtener el placer. “Si juzgo un texto según el placer no puede decirme: este es bueno, este es malo “(El placer del texto. p.10).

Pero no deja de resultar, para un lector actual, una respuesta cómoda, o incómoda la posición de Barthes. El placer es la piedra de toque de la crítica y el destilado individual de la lectura, así como de la constitución misma del texto, y de la escritura en general, pues para ser texto el autor debe contar con el lector, presuponer espacios de gozo, rupturas, donde anticipar el placer lector; o incluso, en el límite, el apocalipsis del gozo; el texto debe prever chispazos, dulces apocalipsis que desestabilizan la identidad de la conciencia del lector y lo subviertan. También Gadarmer piensa en que todo texto ha de contener constitutivamente estrategias de interpretaciones, perspectivas que orienten dentro de una interpretación abierta, pero que eviten deformadas interpretaciones: el texto elabora previamente, para su comprensión, como una vía negativa. Pero Gadamer, como luego veremos, entiende el texto desde y para el logos, la inteligencia, más que para el goce. Y además el autor debe formular el texto como pregunta implícita que incita a nuevas preguntas-repuestas del intérprete. Al menos el texto eminente, el poético, no da órdenes, mandatos (como el texto jurídico), pero eso no quiere decir que no obliga: obliga a pensar, a seguir diciendo, a continuar el diálogo y el preguntar-responder. La poesía, como la definió el romanticismo alemán, de donde bebe la formación de Gadamer, se define como ese decir que queda diciendo, y añadimos con Heidegger, como ese dictum (sentencia, dicho autónomo, pero también imperativo, principio más acá de toda orden, a seguir pensando, a seguir hacia delante, a hacer camino: eso no está lejos de lo que significa el “oficio de vivir”. Recordamos al poeta José Agustín Goytisolo, en Palabras para Julia:

Tú ya no puedes volver atrás porque la vida ya te empuja como un aullido interminable

La poesía (y la vida) es una palabra imperativa que encierra la referencia al ser futuro del hombre, al tiempo futuro, proyección siempre hacia adelante de la condición existenciaria del hombre, que Heidegger analizó en Ser y Tiempo; como, con Deleuze, el prolongar la huella nos dice que somos el mismo hombre caminante emplazado hacia el futuro, por la vida. La vida que sólo debe al futuro es, por otra parte, la herencia o deuda (de la que habla el mismo Derrida) con el pasado y los monumentos históricos, con la tradición, de Gadamer.

Nuestro deber radica no sólo en seguirla, pagando, al recibir la herencia en préstamo. ese interés: el interés de continuar, de aportar algo nuevo y de prolongar así esa huella, en un discurso texto continuamente tejido y destejido. Como ya anuncia Barthes, el texto, que es tejido, se parece a la escritura de la araña, tejiendo ésta, pero también destejiendo, deconstruyendo para tejer de nuevo, como añadiría Derrida. Lo importante es la conciencia de no repetición, de no deuda con el pasado, sino con el futuro (lo que le debemos a nuestros padres, además de la vida, se lo pagamos con nuestros hijos, nuestra deuda es con el futuro, de ese modo se cumple mejor la deuda con el pasado, no en una repetición sacralizada, idéntica).

Decíamos que el criterio, si se puede llamar así, para juzgar el texto es mi placer. No hay una interpretación válida universalmente; entonces, ¿tiene sentido la crítica literaria? ¿O cualquier intento de interpretación correcta frente a otras?

Para Barthes, sólo en cuanto separa textos auténticos, que son los que dan placer o goce, de los que murmuran o quedan forcluidos en la abstracción del escribiente (que no escritor). Éste, el escritor, es quien como agente, aunque desaparecido en su texto del placer, me sabe proporcionar un goce, me presenta a un amigo. “Me presentan un texto”, si el texto que me presentan balbucea, murmura, habla para dentro o para sí, gorgoriza como el niño con el chupete o la teta, entonces no da campo al juego lector.

Pero no dejamos de tener la impresión de que Barthes defiende una subjetivización del texto.

¿Por qué? Creemos, además, que cae - él también- en el juego del poder- ahora en una estrategia del poder, propia de una subclase dominada que impone sus reglas del placer, y de este modo reproduce el poder. También Barthes clasifica, lo que es texto o no, los textos más sugerentes, placenteros, al extremo, apocalípticos y destructivos del lenguaje. ¿Será el dominio una condición del goce?

Textos susceptibles de goce, textos anémicos de goce... En el fondo también ontologiza, presentializa, pues con el criterio del cuerpo como único juez, si no imparcial, comprometido, requiere, para cumplirse el sentido-placer, la condición de que el texto sea un figurativo: la figuración que presenta una ficción del cuerpo, un cuerpo imaginario, prevalece sobre la representación, que solo justifica, abstrae, codifica o valoriza sin presentar. La novela, como he dicho, pero mejor el cine, concluye Barthes, me da al máximo esta ficción de corporalidad y, como texto insigne, la ilusión de realidad. (Hoy el cine en 3 D sería el colmo para Barthes. Y, pues, ¿por qué no la realidad misma?; ¿por qué no salir de la caverna de la escritura y abrazar la realidad que la escritura imaginaria hace patente para mi goce, que chirria, raspa, cruje, me hace gozar con su fantasma?

Intuimos que la clave está en que Barhes entiende la literatura como único lugar donde la realidad puede no estar afectada por el poder. Parte del supuesto foucaultiano de que en toda relación real, humana, las relaciones de poder (sea en el amor, dentro de la pareja, o en el diálogo herméutico humanista a lo Gadamer) entran los participantes en relación hostil de competición y al extremos caen en la estrategia de amo-esclavo, que como una malla ha previsto el poder. Barthes, en La Lección..., nos recuerda a su maestro Foucault: el poder impregna todas las capas sociales, incluso los dominados lo reproducen.

Aquí hay una cuestión que diferencia, de entrada, por talante, pero también por perspectiva hermenéutica, a Barthes (y con él, Foucault y los posestructulidstas) de Gadamer. Diría que es el malestar en la cultura (Freud), la situación desde la que habla Barthes. A veces da la impresión de que Gadamer obvia este malestar propio del hombre contemporáneo, así como que minimiza las estrategias y los riesgos del poder en la interpretación y que apela a una buena voluntad, ética, socrática, de consenso, que expresa una optimismo no problemático sobre el ser humano civilizado.

Detrás del posestructuralismo está la lección de Nietzsche: toda proposición (supuestamente verdadera, objetiva) es una interpretación que se quiere imponer como dominante. La verdad es una interpretación dominante.

Sin embargo, la ideología es tenida en cuenta por Gadamer. (Aunque, creemos, que no hasta el fondo). Se interesa Gadamer por la ideología como parte de los presupuestos hermenéuticos, y valoriza la liberación, o conciencia al menos de los prejuicios, para el diálogo. Pero, razona Gadamer que toda crítica a la ideología (como en Habermas o en cualquier ilustración o pensamiento subversivo, revolucionario alternativo o crítico de la ideología; Barthes dice que es redundante la expresión “ideología dominante”, ) subyace el absolutismo de situarse pretendidamente, falsamente, por encima de toda ideología. Gadamer positiviza el círculo hermenéutico también en este punto: toda interpretación arrastra prejuicios ideológicos, no puede, desde la distancia o el metalenguaje supuestamente objetivo como el de la ciencia empírica, suponer un intérprete observador puro, exento de ideología. Eso sería otra forma de ideología y de poder.

Para Gadamer sólo la conversación, el dialogo, la fusión de horizontes, regida por el principio heurístico de una verdad común que se quiere encontrar, traza puentes entre los diferentes prejuicios interpretativos y, por otra parte, la llamada a la cosa (en el fondo, Husserl) al dictum del texto eminente y la presuposición de un sentido habitable, ético, humanista, un lugar mínimo de coincidencia política ( un espacio libre de ideologías, de prejucios, que al menos idealmente ha de estar en el punto de mira de los debatientes) posibilitan la comunicación, donde toda respuesta es de nuevo un preguntar en común.


      5 HACIA UNA CONCLUSIÓN PROVISIONAL

Valoro en este sentido, sobre Gadamer, la dimensión del preguntar, que Nietzche arriba indica en su proposición: interpretar es siempre preguntar qué es esto para mí. Barthes no entendió el sentido del texto como la respuesta a una pregunta; se queda más acá del preguntar de Nietzsche (y de Gadamer). Al menos conscientemente, no se adelanta Barthes a preguntar al texto. Pero creo que de algún modo sí lo hace inconscientemente: la represión, la infelicidad neurótica, la falta de libertad del cuerpo-individuo es una pregunta a gritos, o a susurros, con la que yo (lector contemporáneo, como Barthes) voy hacia el texto, el cual me responde o no con el placer. Pero en Barthes no hay una pregunta, una motivación previa de la cual el texto y el sentido-placer es respuesta. El significado, o significancia del texto es sencillamente el placer que me libera. Su “verdad” es, por una parte, formalmente, su condición de cuerpo (sólo la escritura la cumple) y finalísticamente, por así decir hermenéuticamente, su capacidad como cuerpo de rozar el mío, de entrar en juego.

Pero nos entretuvimos en el malestar de la cultura, y nos damos cuenta que de nuevo recaemos en la cultura, y en una huella epocal determinada, la nuestra, en la era de la sospecha (Ricoeur) y el psicoanálisis. Al fin, hijos de nuestro tiempo. Decíamos, sin embargo, que el texto huella-evocación me interpela a mí y esto quiere decir además de una capacidad interpelativa propia del texto (el texto eminente y, por extensión, el lenguaje habla por sí y me habla y predispone a la escucha) que yo, como lector o intérprete, le impongo mi preguntar, pregunto qué quiere decir el texto para mí.

Sin este preguntar para mí, según Nietzsche, no hay auténtica interpretación. En efecto, ¿qué significaria para mí conocer tadas las respuestas enciclopédicas dadas por la cultura de mi tiempo a cualquier texto, a la tradición o incluso al texto galileano de la naturaleza? No sería mas que información recibida. Como dice Gadamer, la interpretación tiene su sentido final en la razón práctica. Esto es: en eso que me enseña para mí, para vivir. Nietzsche y Gadamer coinciden en este fundamento hermenéutico humanista, en el sentido no cultural de la palabra, sino antropológico.

Eso es lo que finalmente me incumbe en el texto. Su sentido para mí. Y aquí me hacen frente dos cuestiones: una, justificar la prioridad o estatus priveligiado de la individualidad (en una época tan individualista como la moderna pero que curiosamente desprestigia el individualismo desde el punto de vista de la Verdad (reprobación de la subjetividad que tiene su confirmación en las excepciones de Kierkegaard, Unamuno, Nietzsche), y que acusa de subjetivismo cualquier interpretación basada en una experiencia de sentido individual). Y relacionada con esta cuestión, otra: en caso de que podamos justificar el principio individual, del yo intérprete, ¿este principio recusaría el fondo autorial de la obra, la intentio del autor, la perspectiva en que el autor me obliga al leer, y al final certificaría la muerte del autor o al menos su desparición?

La interpretación válida sería la mía, independiente de la intención del autor, o incluso aunque el autor haya dispuesto de un sentido abierto plural de la obra. En el caso del texto eminente, señale Gadamer, la inagotabilidad, infinitud de sentido es constitutiva. Barthes, en cambio, señala que la polisemia sólo es aceptable cuando el nuevo sentido supone una sacudida o quiebra del anterior, condición para que se produzca placer o goce del texto, teniendo en cuenta que cada nueva lectura debería ser un descubrimiento nuevo de sentido-placer y que nada asegura que un texto que me ha producido goce me lo vuelva a producir.

Si pienso en lo común de ambos autores, llego a la conclusión de que en el fondo los dos piensan que el sentido es único, irrepetible, para Barthes se accede en el momento irrepetible del goce (una lectura gozosa de un texto no asegura que se vuelva a repetirse en otra lectura del mismo texto; es más, si se repite, pierde su condición de placer. Y, para Gadamer, las posibles infinitas lecturas de un texto proceden de su reducción a lenguaje, a habla, para entrar en la conversación después de su lectura y escucha interior. Pero siempre se dispone de una interpretación (como él hace de la lectura de Heidegger de Nietzsche como la “buena y definitiva”, o se parte de esa interpretación buena o se parte desde ella hacia “la” interpretación).

Hay otra cuestión que deseo plantear en relación con la lectura individual, con el para mí de toda interpretación; es el papel del autor y su reconocimiento. Barthes presupone que el autor ha muerto, o, con Lacan, que podemos suponer su manque, su falta en el texto. Pero el problema de la voz del autor, de la autoría es más complejo y debemos analizarlo con cuidado.

Gadamer advierte que, ante un texto, no importa lo que el autor quería decir, sino lo que dice, de modo que se desplaza la búsqueda de la verdad desde la subjetividad psicológica y biográfica de su autor, al texto mismo. Barthes va más allá, suponiendo de entrada la muerte del autor; y para su discípulo Deleuze, la responsabilidad y la voz del autor se diseminan en una red de intertextualidad.

Preguntaremos, más adelante, qué quiere decir ese concepto de intertexto creado por Kristeva y en boga entre los posestructuralistas.

Pero en nuestro deseo de interpretar a Gadamer correctamente desde el posestructuralismo, tenemos que hacernos esta observación:Todo texto remite a un autor, sea éste un autor implícito, explícito, aun si nos referimos al texto de Galileo de la naturaleza podemos hablar o de un autor de la Creación, como en la Edad Media, Dios; o bien, de un matemático sin rostro, demiurgo platónico o arquitecto que ha usado las matemáticas para escribir el libro de la naturaleza. Pues siempre donde hay un texto inscripto, escrito, donde hay signos hay autor e intención. Podemos leer con el concepto de trace de Deleuze, el gran texto de la cultura como la huella sucesivamente ampliada del Hombre, de la Experiencia; o en términos del último Heidegger, del acontecimiento/desocultamiento del Ser (Seyn, energia, verbo y no entidad). Ya he indicado que me parece más honda la propuesta de Deleuze. En cualquier caso, sea el autor oculto o ausente, la Tradición, como creo que sería en definitiva para Gadamer, o el fondo de la Experiencia humana, para Deleuze, hemos de tener en cuenta la relación constitutiva del texto a un autor. Y esto, interpretando ahora a Gadamer, desde Deleuze, porque el texto remite siempre al futuro. En efecto, que sepamos leer o comprender cada vez con más profundidad el texto pasado nos obliga a seguir pensando, cuidando ese legado, reinterpretándolo siempre con mejores razones:en definitiva, nos insta a hacerlo vivo.

Nuestra deuda con la huella que recibimos es una deuda con el futuro, como se ha dicho. Pero, además, en otro sentido más profundo, que conecta con el sentido ético de la hermenéutica de Gadamer, todo texto (sea un texto eminente o la experiencia humana, el legado de la cultura, la historia o la Tradición) remite a un autor también porque en su recepción presente supone que mi interpretación actual-recreadora de nuevos sentidos o iluminadora del sentido del texto- la lanzo también yo hacia el futuro; es decir, éticamente la convierto en un mensaje válido para la comunidad humana, para futuras generaciones (así la interpretación de Gadamer tan excelente de los textos de Heidegger, Hegel, Parménides, a través de cuyo trabajo leemos y actualizamos lo dicho por esos filósofos).

 De modo que al hacer nosotros revivir el texto nos convertimos también en autores para el fondo de experiencia y de verdad humana que recibirán los hombres del futuro.

La cuestión del autor no desaparece con el pretentido recurso barthesiano a la muerte del autor. Y Gadamer está más cerca que el posestructuralismo en afrontar esta difícil cuestión.

Hoy en día vemos los límites del llamado intertexto. Esta expresión la recoge El placer del Texto.

Leemos, gozamos, interpretamos un texto, dice Barthes, desde un intertexto -sea el periódico, la televisión, hoy el internet, la literatura o el autor que frecuentamos. Para Barthes es Proust. Pero un intertexto es siempre un tipo de red específica de significantes y significados; se puede ignorar, como muchos españoles aún, el intertexto (o, como se dice, hipertexto de internet) o se puede vivir al margen del periódico y aun de la letra impresa. Porque todos esos intertextos no son radicales. Lo radical, el único “intertexto” sería la experiencia humana, el saber práctico, en sentido aristotélico-gadameriano, el buen sentido con algo de prudencia y de reflexión con el cual el ser humano concreto “lee” el mundo, se autocomprende, o adquiere “comprensión de sí” (Heidegger) a partir del diálogo, la ligazón de su propia experiencia con el fondo de experiencia humana. Esa experiencia a veces oral, reunida en refranes, en mitos, en logoi, que tanto interesó a Platón como punto de partida para su dialéctica.



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En resumen, valoro la aportación de Gadamer, la lectura de sus ensayos producen la impresión de hacer entender de manera fácil la filosofía y las cuestiones hermenéuticas. Su dirección apunta, sobre todo, al entendimiento, mientras Barthes, a los sentidos, al goce. De ahí que Gadamer entiende siempre la hermenéutica como diálogo (con el texto, en primer lugar; pero dejando abierta la puerta al autor, entendido por él como Tradición, no tanto como persona biográfica cuya subjetividad habríamos de tener en cuenta). En cambio, para Barthes, la lectura nunca es un “diálogo”, como afirma taxativamente en El placer del Texto. Porque, en busca del placer-sentido del texto, se mantiene, para Barthes una relación oblicua con el mismo: caben estrategias tan curiosas, y efectivas para el placer de la lectura, como saltarse los pasajes aburridos, o leer en los márgenes o en los intersticios del texto (así la lectura de los diarios de Amiel: nos interesa más que la aburrida filosofía moral de este autor, su escritura sobre el tiempo atmosférico que hacía en Suiza), o cabe leer a un autor teniendo la atención en otra cosa (así veo que he hecho yo, pero intentando tener la atención a la vez en dos sitios: en Gadamer y Barthes). En fin, la lectura no es un verdadero diálogo con el texto ni con la voz del autor.

En cambio, para Gadamer hemos de leer en diálogo atento con el texto, preguntándole y respondiendo, asumiendo el hilo textual, descubriendo el horizonte de problemas y motivaciones a que apunta, depurando nuestra precomprensión, nuestros prejuicios, para finalmente llegar, si es posible, a una aproximación, una fusión de horizontes entre el interpretandum (el texto) y el intérprete. En definitiva, requiere la hermenéutica de Gadamer una escucha activa y crítica del texto.

Finalmente, en mi evaluación de los dos autores, creo que Gadamer tiene un sentido más amplio de la hermeneútica que Barthes, que se limita principalmente al texto de placer, literario, y básicamente imaginativo (incluso lee a Leibniz, en el pasaje que cita, bajo la óptica literaria. Algo así como un Borges para quien la metafísica forma parte de la literatura fantástica. Todo texto lo reduce a literatura.). En cambio, Gadamer puede universalizar la hermenéutica y entenderla como arte, más que como una ciencia, de la comprensión o interpretación de cualquier texto, sea jurídico, filosófico, religioso, o texto eminente, artístico. Y, a pesar de adoptar y valorar la poesía y el arte en general como paradigma hermenéutico, o precisamente por ello, sus lúcidas aportaciones valen para cualquier ámbito interpretativo de la experiencia humana. En este sentido, Deleuze, que va más allá de su maestro Barthes, me parece coincidir con Gadamer y, entre estos dos autores, situaría la importancia de la hermenéutica.


                                                                                                    Fulgencio Martínez




REVISTA ÁGORA DIGITAL DICIEMBRE 2015/desde que somos una conversación





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