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domingo, 15 de marzo de 2015

Vuelta al lugar donde se hicieron las preguntas (Ensayo sobre el sentido del arte). Por Fulgencio Martínez/ Revista ÁGORA-Papeles de Arte Gramatico



 
       VUELTA AL LUGAR DONDE
       SE HICIERON LAS PREGUNTAS  
                  (Ensayo sobre el sentido del arte)                       
                


        Este ensayo trata sobre el sentido que puede tener el arte en nuestros días. Por ello, nos interesamos en el estudio de la estética romántica, que aportó el último modelo de sentido global de arte. Nos proponemos presentar las ideas estéticas de los teóricos del primer movimiento romántico, Friedrich Schlegel y Friedrich Schelling. Ambos compartieron socialmente un mismo nombre, vivieron un tiempo en la misma ciudad (Jena), enseñaron en esa misma Universidad y recibieron la enseñanza de Fichte. La lectura de sus ideas creemos necesaria para entender la historia del arte y de la literatura de los siglos XIX y XX, en los que estuvo vigente y en constante crisis creativa y transformación la Modernidad, y nos puede ayudar a aclararnos sobre la cuestión del arte, que en la actualidad nos preocupa, en esta situación de confusión y de vacío que atravesamos.
        En primer lugar, revisaremos el programa romántico de F. Schlegel y lo “inconsciente” del arte según Schelling. En una segunda parte, nos plantearemos la necesidad radical de pensar, desde hoy, el sentido del arte. Por fin, en una tercera parte, el diálogo con los dos autores románticos se contrastará con la profunda reflexión de Martín Heidegger, que ilumina como desde una luz futura muy remota las actuales cuestiones sobre el arte.


                         I     
                
        La Escuela de Jena, que introdujo en Alemania el llamado “romanticismo temprano”, desarrolló una ruptura del proyecto estético de la Ilustración. Aquella Escuela estética arrancó del impulso teórico de Friedrich Schlegel (menos conocido en la historia literaria en castellano que su hermano August); y culminó en Schelling, agente de una verdadera revolución desde dentro del proyecto ilustrado: este proyecto fue el primer programa de Modernidad, reescrito en competencia por los dos teóricos alemanes, y su lugar se lo disputarán sus herederos, desde el Romanticismo hasta hoy.
       
        El absolutismo estético de Schelling lo llevó a propiciar una relación nueva del arte con la naturaleza, en la línea del Romanticismo, y más tarde, a situar el arte en la órbita del mito y la revelación. La llamada de Schelling a la naturaleza vital y orgánica, y finalmente, al genio, como alma y síntesis de arte y naturaleza, deja abiertas innumerables zonas de interés para la Modernidad – lo inconsciente en el arte, la implicación del arte con el mito, y la muerte del arte en el mito, y sobre todo, lo que a nosotros nos interesa más, el replanteamiento de la “esencia” del arte desde la historia y la sociedad.

        Para seguir las ideas de Schelling, hemos de recorrer antes el contexto de origen del romanticismo temprano. Surge en torno al año 1797 en Jena, en su configuraración son decisivas las ideas de Schlegel sobre la poesía griega y, principalmente, sobre lo romántico como poesía progresiva universal; la obra Enciclopedia, de Novalis, y las Lecciones sobre arte y literatura dramática, de August W. Schlegel. (Obra, por cierto, de tanta repercusión en el origen del romanticismo conservador en España).
        
 

       

        FRIEDRICH SCHLEGEL, JENA, 1797                    

        Las cartas de Friedrich Schlegel en la revista Athenäeum constituyen el primer programa del Romanticismo, la primera expresión de una “vanguardia moderna.

        Las piezas mayores del programa romántico, tal como lo formuló F. Schlegel (lo subjetivo, el fragmento, lo interesante, la pérdida de homogeneidad del arte) las podemos entender mejor en una perspectiva histórica: entenderlas significa la necesidad de hacer una crítica de sus aportaciones desde nuestra actual situación, y valorar en qué medida son responsables, aquellas ideas, de la presente crisis del arte, o, por el contrario: en qué medida mantienen un impulso fértil que, momentáneamente sólo, se halla hoy parado y oscurecido.
       
        Repasaremos, una a una, las principales características del concepto de arte (incluido el arte literario) que trae el programa romántico, abriendo una era, construyendo una habitación en la que todavía nos encontramos: aun con estrecheces, para unos, o sin paredes ni ventanas, para otros, o con los cimientos en el aire, sin fundamento ya, para los más radicales críticos de la Modernidad.
        Partimos de la premisa de que nos hallamos aún en el límite, o sea, fuera y dentro a la vez, de la llamada Modernidad, que fue fundamentalmente romántica en el sentido que tanto Schelling como Friedrich Schlegel decidieron, en pugna con las ideas de un cierto clasicismo romántico, más sereno, menos “subjetivo”, de Kant y de Goethe; una Modernidad que se reinventó con Baudelaire y el Simbolismo -segunda o tercera Modernidad, y en el contexto de la ciudad moderna del siglo XIX y cuyas secuelas fueron las Vanguardias de principio del siglo XX.
        No consideramos la “Posmodernidad” nada más que como el cansancio de un final de etapa, un período interesante pero donde aún no se daban los ingredientes ni la necesidad urgente, que puede despertar energía, de plantear las preguntas decisivas. No hubo en ese período efímero posmoderno, tanto en el arte como en la teoría de finales del siglo XX, una focalización hacia el futuro. De ahí que sus producciones no tuvieron una raíz viva, quedaron, muchas veces, en puro juego deconstructivo, y se agotaron al volver el empuje de las preguntas. La Postmodernidad no enterró la Modernidad; al contrario, hoy comprobamos que, tras el desvanecimiento de los gestos posmodernos, reaparece con más virulencia el debate con el fantasma de la Modernidad, tanto en política, en derechos humanos, en economía, como en arte.


    CRITICA DEL PROGRAMA ESTÉTICO DE F. SCHLEGEL

         1. El Romanticismo, y por tanto, la primera Modernidad, trae una medida nueva de valor en todo: lo subjetivo. La primera nota del programa de Friedrich Schlegel es, en efecto, el énfasis en lo subjetivo; entendido, ahora, como lo individual; y no como agente humano general de la subjetividad trascendental tal como la entendieran Kant y Fichte. Este es un cambio importante. Se produce una ruptura entre el sujeto o Yo trascendental (lo subjetivo de la Razón, válido para cualquier individuo) y el sujeto individual, fragmentado, copia del individualismo burgués que comienza a extenderse.

        Se necesitará, más tarde, recomponer la síntesis del Individuo y la Humanidad, se necesitará ver lo individual también como una unidad orgánica, un microcosmos, y para ello Schelling apelará a lo orgánico de la naturaleza en busca de reestablecer la armonía entre el individuo y el todo (de las capacidades humanas, de la sociedad y del cosmos).
        De este modo, se establecerá una dialéctica que tendrá largas consecuencias en la Modernidad; aun más evidentes cuando, en la línea de Schelling de lo insconciente natural -que continúa en Nietzsche y Freud-, se sobrepasa lo individual desde dentro, por así decir, del propio recinto del concreto individual: en consecuencia, el individuo, el único -que diría Stirner- o el burgués individualista, ya no puede ser un átomo, o una mónada independiente; está superado por la fuerza inconsciente que domina su psiquismo, así como la obra de arte.

        2.  Lo segundo es la valoración del fragmento, en consonancia con el principio subjetivo de este estética. Este nuevo registro hace aflorar pronto una tensión que va a recorrer internamente la primera Modernidad romántica y dejará aún su impronta en el posromanticismo. En la estética moderna se manifestará la dialéctica entre lo fragmentario y la aspiración a la obra de arte orgánica, total (como en Wagner). En el fondo, se aspira, ya desde Schlegel, a que el fragmento sea un microcosmos donde se lea el todo en conexión necesaria. La propia escritura fragmentaria, aforística, de Nietzsche, es compatible con su admiración por la obra total.

        Esta situación se mantiene hasta que a mediados del s.XIX, en París y en otras capitales donde avanzó la segunda Revolución Industrial, no se asuma la ruptura total del individuo, su aislamiento, y su nueva condición de flâneur, en un nuevo medio, la ciudad, a la que en el fondo le es tan indiferente, como lo es ella al artista, que sólo repara en lo anecdótico, en lo inesencial o inútil, en aquellos aspectos urbanos que le son afines, pero ahora asumidos como categorías estéticas. Pero eso ocurrirá con Baudelaire, con el comienzo de nuestra Modernidad. “La desesperanza fue el precio de esta sensibilidad, la primera en abordar la gran ciudad” (W. Benjamin).
        No sin cierta conciencia crítica, malestar en la cultura (Freud) y nostalgia del ideal y de la unidad perdida, esta modernidad, que se orienta plenamente en lo artificial, en la ciudad como foco, continúa hasta las primeras vanguardias que surgen en el primer tercio del siglo XX, inmediatamente antes y después de la Primera Guerra Mundial. Se ha podido leer la Primera Guerra Mundial (e incluso la segunda) desde el malestar inconsciente hacia la ciudad moderna (de las multitudes masificadas, deshumanizadas), desde un instinto civilizatorio tanático, de destrucción de las propias grandes urbes que la civilización moderna había creado y cantado. Esa contradicción está in nuce en el malestar del artista moderno y en su nueva posición ante la ciudad: de amor-odio.

        Hemos pasado de Jena o Weimar y de su pequeño núcleo artístico, intelectual, a las grandes ciudades modernas, París, Berlín, Londres, Nueva York. Desde la perspectiva del tiempo, es como pasar de la pequeña polis de Atenas a los Estados modernos. El romanticismo alemán partía, por tanto, en sus proyectos e inquietudes, de un marco que será pronto superado. Pero ese romanticismo nos dejará siempre una sospecha de crítica a lo moderno, una nostalgia idílica de una cultura más próxima a lo natural. El idilio es, precisamente, una de las salidas que propone Schlegel para la reconciliación del individuo.

         3. El tercer aspecto de la primera estética moderna y del programa de F. Schlegel es lo característico, lo interesante, como categoría contrapuesta a lo bello. ¿De dónde surge esa nueva categoría? Ya Herder en 1784 toma conciencia de que los griegos, los clásicos, no pueden ser superados. Schiller establece la distinción polar en la poesía entre lo ingenuo (antiguo) y lo sentimental (moderno), esa dualidad engendra, a partir de Schlegel, nuevas polaridades: lo antiguo y lo moderno, lo objetivo- subjetivo, lo instintivo-lo reflexivo, la totalidad y la fragmentación; lo clásico y lo romántico, y, en fin, lo bello y lo interesante.

        Lo interesante está, evidentemente, relacionado con lo subjetivo, el primer aspecto estudiado. Ello genera un trasvase, en la estética romántica, de la estética ilustrada kantiana del gusto a la estética del genio. Importa estudiar esta nueva mitología del genio, casi glorificación del artista, expresión del inconsciente de la naturaleza, tanto antes de Schelling, como sobre todo en Schelling, y en su radicalización, en Nietzsche, también hasta donde llega con Baudelaire y el artista maudit de Verlaine. La estética del genio pasa, a grandes rasgos, por ser la nota más sobresaliente del arte moderno, de la era en que el Artista es presentado (y se autopresenta) como un dios. Pronto como un loco genial, como un enfermo social, como un marginado egregio, como una víctima, en fin, de la sociedad. En esa dinámica se vacía y ridiculiza o caricatura la estética moderna, que acaba presentando al artista como un dios menor imbécil, idiota (un privado átomo antisocial) y por último, con una pose de imcomprendido, autovictimista, decadente.
        Lo moderno, en el siglo XX, intentará recuperar la visión de la posición del artista como una persona normal (no un personaje): a veces, otorgándole una función nueva dentro de lo social (como en el realismo soviético), o, como en las vanguardias más burguesas, presentándose asociado con lo popular, con cierta crítica hacia el burgués que lo había alienado anteriormente, para que el que trabajaba o ante el que se sentía marginado y maudit. Ese descendimiento del genio a lo popular se observa, en la anécdota que cuenta Pío Baroja sobre Ramón Gómez de la Serna, el gran vanguardista español - quizá, el único-, quien se acercaba al Rastro madrileño y recogía diálogos de los tipos populares, pero él, el escritor, siempre iba vestido de Ramón Gómez de la Serna, de artista.
        Esta marca-frontera del dandismo, del traje, lo hereda aun el modernismo vanguardista de Baudelaire, y el mentor del arte por el arte, Oscar Wilde; en ellos, aún, el dandismo del atuendo y la pose es marca romántica antiburguesa; en el siglo xx es un resto de la conciencia de sí del artista, de su característica subjetividad.

        Mientras que el gusto kantiano proponía un distancimiento del juicio estético respecto a lo individual, y suponía la participación de una comunidad de conocedores estéticos en unas notas sensibles comunes de la experiencia estética; en cambio, con los romanticos campeará cada vez más la estética del genio, sujeto de una moral aristocrática y capaz, como un dios, de descubrir e imponer sus valores y su coloración subjetiva a la naturaleza y al arte, que como formas objetivadas, cosificadas de lo natural, están siempre por debajo de su capacidad genial, instintiva, natural, que le permite captar la verdadera naturaleza del mundo.
        Mientras la estética kantiana, ilustrada y burguesa, propone una comunidad (bien que no democrática ni popular, sino de exquisitos), el romántico reacciona hacia lo individual del genio. Ello acarrea dinámicas muy interesantes para la modernidad; es responsable, en una gran medida, de la fetichización del arte, del alejamiento del arte respecto a la sociedad, y asumiendo en el genio, en el artista, toda la dimensión estética humana, de romper el proyecto ilustrado de educación humana a través de lo estético, que Schiller formuló magistralmente en sus Cartas sobre la educación estética.
        La asociación del arte con la mercancía, en la época moderna, se producirá de modo irreversible: éste es un aspecto de la muerte del arte, para las vanguardias, que se suma a la conciencia de su vacío de contenidos y  a su pertenencia a una época superada de expresión del espíritu (tema que arranca, de forma paradigmática, con Hegel y su reflexión sobre la muerte-superación del arte, y que aun continúa, en la supervivencia del arte de nuestros días, en relación con los medios técnicos nuevos de reproducción artística y con los actuales medios que incluso rompen o diluyen el concepto mismo de creación artística en un continuum de imagen casi siempre banal donde se resume la contaminación estética del mundo.) Si el arte tendría, desde su principio, el fin de una representación de sí del hombre, desde la imaginación creadora (casi siempre con una función anticipatoria, en todo caso como protesta, testimonio contra la fugacidad y contingencia del mundo y del mundo humano: el arte fijaba el tiempo, el instante, lo significativo, lo salvaba), en cambio ahora, en el nuevo continuum de imagen, el arte se vacía en lo fugaz y pierde incluso su propio contenido, siempre superado por sus medios técnicos: ni siquiera lo anticipatorio le es propio en sí, pues, por más que quiera el arte actual, lo técnico, que pasa de ser medio a ser protagonista, va más de prisa: en suma, tanto la capacidad anticipatoria como el contenido funcional, que sin más remedio hemos de llamar idealizador del arte, se ponen en crisis en la época actual. Incluso hoy observamos, con cierta sonrisa, el valor de las experiencias dadaístas, del arte del momento fugaz, de los happenings, que suponían una crítica, en su momento, al arte cosificado, al arte-mercancía. Desde la expresión la muerte del arte, abogaban en realidad por su conservación, así creemos que el dadaísmo tenía conciencia de lo que se perdía de la esencia del arte en la era mercantilista y sus provocaciones eran un toque de atención. Lo mismo en los futurismos, de Marinetti, en el creacionismo, de Vicente Huidobro, hasta en el surrelismo de Breton, se trataba de recuperar la visión anticipatoria, proponer o señalar un contenido hasta entonces no reparado (el mundo moderno, las máquinas, la velocidad, en el futurismo; lo insconciente, en surrealismo). Hoy, la anticipación del contenido está rebajada, sobrepasada, por la aceleración técnica, por la imagen neoartificial, y el engaste del arte en su medio técnico. En consonancia, por otro lado, se ha llegado a una crisis del órgano ideal del arte (incluso hasta el impresionismo, que captaba lo instantáneo, se lo propuso y tenía ese organo de visión). ¿Por qué esa crisis del órgano? Porque el arte hoy no ve con su propio órgano, si no con el de la técnica. Vivimos en la ceguera del arte, en la noche del arte: es otra forma de muerte del arte.

            4. El cuarto aspecto de la estética romántica es la pérdida de la homogeneidad (tanto en las partes que integran la obra como en el gusto del período). Tiene consecuencia para la creación de géneros híbridos que propugnan los románticos. Frente al estilo como orden estable de un época, priman las maneras individuales de los artistas (esto en relación con el aspecto antes estudiado: el gusto tiene que ver con el estilo, con un consenso racional estético de una comunidad de conocedores; la manera, con el genio, con lo individual como fuente aristocrática de valor). Hasta este extremo puso el Romanticismo el arte. En esta cuarta condición del arte moderno se sostiene aún su máximo interés, sobre el “talón de Aquiles”, sin embargo, del genio, capaz de crear como desde la nada una nueva manera. Adiós al arte tranquilo, pero adiós, también, a cierta idea más comunitaria del arte, en lo sucesivo echada vagamente en falta tanto para la supervivencia del propio arte como por los receptores de las genialidades.

 Theodor Rombout, Prometeo -

        ¿QUÉ FUNCIÓN TIENE EL ARTE?

        Comienza la carrera de los pluralismos formales, de la renovación incesante del arte, casi al compás de la aceleración tecnológica y el desfasamiento de cada nueva manera por otra moda o manera artística. Platón señalaba ya, en Cratilo, esta característica de la técnica (techne-arte) humana, a la que domina su fin-función (que no es inmediatamente la utilidad, sino la idea) y que hace posible la separación de artes, bajo el criterio de su función: desde las más utilitarias (cuya idea se reduce a la representación de un utilidad óntico-óptica práctica, incluso en lo cotidiano, como es el cuchillo para cortar) hasta la idea-fin a que se dirigen otras técnicas que intentan satisfacer una necesidad de contenido más complejo dentro del psiquismo humano y la cultura: como es fijar lo excelente, salvar el tiempo, representar el ensueño y lo anticipatorio del hombre, en fin, el gran arte. Pues bien, decía Platón, que en todos los casos, desde lo más toscamente utilitario a lo que tiene un fin más “elevado y complejo”, en todas las técnicas, el principio de dirección es un eidos o idea que representa el fin, la función para la que queremos el arte.

        Para qué queremos el arte, se plantearán ya los contemporáneos (para que la verdad no nos mate, dirá Nietzsche; como refugio y consuelo del dolor de existir, Schopenhauer. O para ejercer nuestras capacidades naturales estéticas, como juego: Schiller-juego en sentido formativo-; o, según un gran sector de la estética vanguardista del siglo XX- que categoriza Ortega y Gasset en el concepto de deshumanización del arte-, como juego lúdico, sin un plan de bildung, pero que también tiene una función: desautomatización de la vida, desmecanización de lo vital, reinvidicación del humor. En todo siempre una función, el problema es cuál es el mundo actual).

        El arte es siempre representación (con contenido metafísico y anticipatorio), es una aspiración que se dota de un saber o pericia objetivadora, poiesis, de una  competencia para rivalizar en la naturalidad, ambición, profundidad, metafísica y en el fondo, anticipación cultural, con los mitos. El mito de Ícaro responde a la necesidad profunda humana de volar, que cuando no se puede realizar por el arte, se expresa en el mito. Igual los sueños.
        Por otra parte, se entiende la obra, la realización técnica concreta, como un momento, siempre precario, superable de esa aspiración. El progreso artístico está inscrito en el origen de la techné occidental. Supuestamente, mientras que en otras culturas la relación entre el fin(idea-función) y necesidad práctica, que mediatiza la obra concreta, se acaba en ésta, no avanza; en cambio, en la cultura occidental está impresa, ab origine, ese progreso que es consecuencia de una insatisfacción respecto a la mediación de la obra respecto a la idea y la necesidad cultural, antropológica.
        Estos son los grandes rasgos de la “esencia” del arte occidental, fundamentalmente metafísica, progresiva, humanizante, educadora: ninguno de los teóricos modernos renuncia, a pesar de sus distintas interpretaciones, a ese concepto elevado del arte.

        SCHELLING, LO INCONSCIENTE, EL MITO

        Curiosamente, como hemos dicho, los mitos cumplen de forma supuestamente más natural la función anticipatoria y expresiva del ensueño, que el arte cumple de forma artificial, pero objetivada (en una obra). El deslizamiento de Schelling hacia la valoración del mito (de la revelación, de la religión), abre el camino a la valoración, por Freud, de lo insconciente, del sueño. Supone, en principio, un volver a reunir el arte con su verdad natural, pero por otro lado, contribuye al deslizamiento del arte a su fin, a su subordinación al mito. El momento de autoconsciencia del arte, de vocación objetivadora autoconsciente, se tenderá a diluir: hoy, en el embeleso pasivo del continuum de la imagen técnica.
        En fin, tocamos aquí un regreso del círculo del arte, y planteamos el progreso técnico, de maneras artísticas, del que se toma conciencia en el romanticismo y que supone un asumir de algo original desde la esencia del arte (desde Platón lo hemos seguido, en relación con la idea y la función del arte), pero que deriva, quizá, como el canto del cisne, a su propia consunción. El cambio se devora a sí mismo, y vuelve al seno indeferenciado del mito y del sueño, pero ahora, en este modo, con pérdida de lo alcanzado en la Modernidad: la autoconciencia reflexiva del arte.

                              II
        CRÍTICA DE LAS IDEAS ESTÉTICAS DE SCHELLING. HACIA LA NECESIDAD DE REPENSAR EL SENTIDO DEL ARTE

         El arte moderno se debatirá entre las consecuencias del programa de F. Schlegel, quien proclama la autoconciencia subjetiva, y el de Schelling, que introdujo la idea del inconsciente natural en el arte: el regreso del arte a su origen, peligrosamente también su término: el embeleso, o en su forma hoy más divulgada y degradada, el entontecimiento. Schelling, para recuperar la vitalidad del impulso artístico. En nuestros días, para “distraernos” en una embriaguez indolora, o al menos sin efectos secundarios indicados en el  prospecto del narcótico “arte”.

        La manera fue distintivo de lo moderno, sí, pero la manera es un síntoma de autoconciencia. El estilo se asociaba a lo bello, la manera persigue lo característico. Hay, sin embargo, una duda, sembrada desde el arte clásico, de que esa autonconsciencia sea baladí, falsa, aparente. El estilo de lo bello “descansaba en los estratos profundos del conocimiento” (dice Simón Marchan), mientras que la manera “reposa en la apariencia”.  Goethe consideraba el estilo como el “lenguaje universal del arte”, que expresa el máximum del arte. (En nuestra lectura antropológica: la mayor e insuperable adecuación entre realización e idea, entre objetivización autoconsciente y anticipación, entre obra y función simbólica cultural en el sistema de necesidades humanas). Goethe, naturalmente, se sitúaba en la categoría de homogeneidad neoclásica, donde las formas ya están dadas y donde el lenguaje artístico que las expresa está “guardado” en un canon. En cambio, para Schlegel y los románticos, “la manera se fabrica un lenguaje para expresar de nuevo, a su modo, otra forma”.

        La reflexion posterior de Schelling (en su importantísima obra de 1807 La relación de arte con la naturaleza) presentó ya esa crítica al neoclasicismo y a su nostalgia inerte, a su parada en un concepto de naturaleza, revival de la forma clásica. Imitando a los griegos, los artistas neoclásicos pierden la perspectiva de la propia fuerza viva de la naturaleza de la que los griegos se sirvieron para realizar su arte clásico.
        El artista moderno, propone Schelling, no debe realizar ni una imitación mecánica de la naturaleza (crítica al arte como imitación servil, que ya la hicieron los renacentistas: grabados donde el artista mecánico se presenta como un mono imitador), ni a los modelos griegos, ni siquiera a los renacentistas. El artista ha de sumergirse en la visión orgánica, vital, en la fuerza de lo natural, que es lo insconciente de la naturaleza. El saber del artista dará objetivación, entonces, a lo ideal de lo vivo, a lo orgánico, y pues en el arte y en el artista se expresa lo inconsciente de forma inmediata y de una manera necesaria, como en la belleza de las cosas naturales, el arte tiene un privilegio sobre la razón teórica y sobre la propia filosofía, donde la necesidad y lo inconsciente están mediados por el concepto y por tanto no expresan de forma perfecta la vida. El arte es el órgano metafisico por excelencia, a partir de Schelling, lo que pasando por Schopenhauer y Nietzsche, llega a Heidegger y su reflexión sobre la esencia de la obra de arte y de la poesía de Hölderlin. La estetización de la sabiduría y del mundo tiene en Schelling su momento ejemplar: el absolutismo estético. Pero también, para Schelling, el arte es documento, del Hombre, de la historia del Espiritu. Hasta en una exposición contemporánea como Documenta de Kassel el arte moderno se justifica de esta manera. El arte expresa como monumento o documento ejemplar los ideales humanos, es el libro que ha de interpretar la Filosofía, el nuevo texto sagrado (el texto eminente, le llama la hermenéutica de Hans Georg Gadamer).
        De esta manera, pero desde un posición no idealista, como la que básicamente sostiene Schelling y su secuela metafísica (Nietzsche) podrá ser interpretado el arte de forma sociologicista como documento positivo o síntoma de una época, incluso de forma psicologicista, o clínica, como manifestación de los deseos frustados del hombre o de sus patologías.

       EL MAYOR LEGADO DEL ROMANTICISMO DE JENA

         El triunfo de la manera, preparado por Schlegel en su programa, y entronizado por Schelling pocos años después en la conferencia origen de su libro citado, es, quizá, el legado del Romanticismo que más inquieta y gravita en el arte moderno. Schelling tuvo gran   cuidado y corrección ante el “estilo” de los neoclásicos que admiraba, los valoró para derrotarlos desde dentro, e imponer un concepto de “manera” más brillante aún, quizá también más potente, que el de Schlegel: como captación de una nueva forma del mundo, creadora de un nuevo lenguaje; pero, lo que importa que reparemos más, dentro de su visión del arte, implicando el arte con el lenguaje. Cada manera artística, cada lenguaje ensancha el mundo: el arte no es ya la representación de un mundo hecho, sino enfrenta y produce a su vez una realidad progresiva, se inscribe en una metafísica no estática sino dinámica. Los términos, por tanto, esenciales del arte como representación, metafísica y anticipatoria, cambian necesariamente. El arte es metafísico en un contexto dinámico, no expresa la “esencia” fija de un mundo eterno. Por otro lado, su capacidad anticipatoria necesariamente también se altera, entra en crisis de referencias, pues el artista no tiene el privilegio de acceder a las altas esferas metafísicas desde donde leía el sentido del mundo. Es comprensible, pues, que la vis adivinatoria se pierda en tentativas o juegos sin contenido.
        Lo que nos importa aquí es destacar que los románticos abren un nuevo mundo, un horizonte de perspectivas insospechadas desde su contraposición de la manera frente al estilo. La manera no sólo persigue el nuevo modo de ver las cosas, el modo propio, la voz de la subjetividad propia del artista, sino que revoluciona el concepto de forma: la forma no es ya cerrada, eterna, su visión no genera mayestáticamente una contemplación y un respeto sagrados. Sino que (1) la forma es abierta, cada nuevo modo de ver, crea una forma distinta; y (2) la actitud ante el arte es por un lado de mayor implicación subjetiva, implica a la sensibilidad total y a la razón que el artista pone en las cosas que observa. Algo así, entendemos, quiere decir Schelling en su estudio de los grados de evolución formal del arte plástico, en la pintura y la escultura: desde lo característico hasta los estadios de la gracia y del alma. En todos los estadios la idealización implicada en la forma no es posible sin el entusiasmo y la empatía del artista con la naturaleza, aunque es el último, el del alma, donde la subjetividad artística alcanza la plena expresión de su armonía, el equilibrio entre lo característico y la gracia en cierto modo impersonal; en el alma, la subjetividad se encuentra reconciliada con la naturaleza. En la pintura, la belleza de la gracia sensible la representa Rafael; la del alma, el Correggio. La perfección del claroscuro, en este artista, expresa a la vez el alma de la naturaleza y del artista, perfección de lo natural y de lo artificial, del matiz que expresa el artista.
        Sale al paso, aquí, una reflexión sobre el claroscuro, a partir de una insinuación de Schelling, de que el claroscuro, ese juego de luces y sombras, de blanco y negro y del matiz (la perfección de la obra de arte está, recuerda el filósofo, en los detalles) capta fielmente los juegos (contrastes) del alma de la naturaleza, y por tanto es un momento de la perfección formal perseguida; lo que apuntamos resultará más entendible después cuando lo relacionemos con el tema del lenguaje.
        El claroscuro no es solo una técnica, sino una visión que capta una de las maneras esenciales de la naturaleza; por tanto, si quisiéramos expresarnos platónicamente, una idea de la naturaleza, es decir, del todo. En ese juego dinámico de luces y sombras se obliga de algún modo (diríamos kantianamente) a responder a la naturaleza, a manifestarse en una de sus formas esenciales: a mostrar su alma, diría Schelling. En efecto, si hacemos la experiencia de contemplar un paisaje y le abstraemos las sombras, la perspectiva, los matices de intensidad, luz y color, podríamos sólo obtener una visión del paisaje como algo plano, un campo heteróclito de colores (cado uno definido en su individualidad) o como un conjunto de líneas geométricas. Pero así no forzamos a la naturaleza a presentarse como tal, como un todo, una unidad en la que los colores, sus brillos, se corresponden (como diría Baudelaire), las líneas se corresponden, conversan, convergen, se rechazan o se modifican mutuamente. No vemos, en fin, nada real, sino nuestra apariencia de idea, una abstracción. (Una abstracción no es el sentido moderno vanguardista, sino como una carencia resultado de una falta de atención a los detalles y a su lugar en el todo, un déficit en el organo sensorial, así como se produce nuestra percepción la mayoría de las veces; con una ausencia de atención, en el fondo. Para ver la naturaleza, en fin, hemos de prestar atención, mirar con toda nuestra alma y con los cinco sentidos puestos, como se suele decir). 
 
       
       Sin casi darnos cuenta, en ese experimento aparecemos nosotros también, el propio observador, nuestra subjetividad.
        Veamos el cuadro de Friedrich, El monje frente al mar.
       Se han dado varias lecturas filosóficas y culturales de dicho cuadro. Aquí queremos hacer ver que la expresión de lo infinito, el encuentro, en cierto modo anulador e inquietante,  entre la naturaleza abierta y la subjetividad abierta se produce por el juego de la luz, del blanco (del cielo) y el negro (del mar), y que no se puede representar de otro modo, sino así, de ese modo que capta una nueva forma, la experiencia de infinitud que expresa el cuadro. Una visión deconstructora, atomista, destruiría esta captación, lo mismo que una visión que exaltara los colores, impresionista, o la realista histórica. Lo importante ahí no es el momento en sí, del encuentro entre dos infinitos, ni por supuesto el documento histórico, sino el representarse puro, el aparecer en un lugar y momento de una experiencia estética y de una nueva forma de sensibilidad, y de lenguaje.
        Este arte, por tanto, tiene en sí su propio lenguaje.
      Hacemos una comparativa con la fotografía, que también nos enseña por sí nuevas formas de sensibilidad. Planteamos otra experiencia, o constatación. La fotografía en blanco y negro se dice que tiene un encanto, un aura y expresividad únicas. Pero tiene algo más. Su técnica fuerza una manera propia de presentarse la naturaleza, la realidad, que no puede ser la misma que la fotografía en color.
      En relación con el claroscuro, y esa manera de objetivarse la realidad en la red de casillas del blanco y negro y de los grises que alcanza a tocar una clave esencial de la forma general de presentarse las cosas. Ahí, en esa simplicidad, parece que hay menos presencias de formas y colores que nos distraen de lo esencial, del alma de las cosas y de nosotros. No es el tiempo tampoco detenido y apresado, ese momento irrecuperable lo que guarda la fotografía de arte en blanco y negro. Y hacemos también abstracción del posible valor histórico. Si no tiene ni un valor impresionista ni histórico, qué da la fotografía en blanco y negro, sino el alma: el modo general de su existir en el tiempo (no en este o aquel fragmento de tiempo), un encuentro con algo real y a la vez su desenfoque ante lo real, que hace presente la distancia que hay respecto a nosotros mismos ante lo real, como ante algo que fue y aún no ha pasado. En fin, nos plantea una nueva experiencia, un nuevo lenguaje, desde su propio lenguaje artístico y técnico.
 
                                  
                                   III

        CITA CON SCHELLING Y HEIDEGGER
  
         Las consideraciones que hemos expuesto hasta aquí querían hacer ver que, por una parte, la Modernidad, desde el Romanticismo, asume la manera y la evolución de los estilos artísticos (ahora en plural), quintaesenciada en las vanguardias, como una revolución constante de la sensibilidad, de las formas, y, sobre todo en el siglo XX, del lenguaje. Lo que ocurre es que, en el olvido de que el lenguaje técnico va unido a la idea, se expone la Modernidad a la banalización de la evolución de sus procesos y estilos formales. La crítica al propio progreso artístico será un asunto central de la Modernidad, forjadora de sus propios mitos y de su crítica.
        La consideración del arte como lenguaje (que culminará en las vanguardias del XX) acarrea su necesidad de continua renovación formal, pero también la heterogeneidad y dispersión de las artes, descontextualizadas respecto a un sentido global de arte tanto como de un proyecto de época.
        La autonomía se entenderá como autonomía de cada arte y como variedad de lenguajes o maneras que, formalmente, no guardan un estilo común. No se puede ya decir de ningún estilo o manera que represente la Modernidad surgida del proyecto romántico; como se decía de David: que era expresión del estilo neoclásico. ¿Qué artista representa en su manera el romanticismo? Hay casi tantos romanticismos como creadores. Con razón dirá Baudelaire que el romanticismo es una “manera de sentir”.
        Ahora, quiero referirme a un aspecto político, general, que hila con las reflexiones últimas del libro de Schelling La relación del arte con la naturaleza.
     “El arte debe únicamente su nacimiento a una viva conmoción de los poderes más profundos del alma, que llamamos entusiasmo”.  Schelling, con esta frase, no se refiere solo al entusiasmo del artista creador, del genio -a pesar de la divinización del genio que se le adjudica al filósofo de Jena- sino más del espíritu de época, del medio social en que el arte cobra sentido. “No es a las fuerzas individuales a las que hay que tributar este honor, es al espíritu que se desarrolla en la sociedad entera.... Hace falta un entusiasmo general por lo sublime y lo bello, como el que, en tiempo de los Médicis, hizo manifestarse a tantos genios a la vez”.
        Y desde esa nostalgia, Schelling apunta a una conexión concreta, revolucionaria, entre arte y política, incluso a una configuración política determinada,  que sirve de ejemplo: la república ateniense. Aunque pronto su énfasis revolucionario lo atempera con una alternativa conservadora, que delata su escisión (y la de gran parte del romanticismo y la modernidad) entre lo ideal y lo conciliador, y una ligera nota cínica.
        “El arte -dice Schelling-  necesita una constitución política semejante a la que nos presenta Pericles en su elogio de Atenas, o aquella en que el reinado paternal y dulce de un príncipe esclarecido nos conserva...”
        El discurso de Schelling (recogido en el libro que comento) fue pronunciado  el 12 de octubre de 1807, en la Academia de Ciencias de Munich, con motivo de la onomástica del rey de Baviera. Un acontecimiento social que encumbró al filósofo, y al que pudo asistir, con emoción y orgullo, su mujer, Carolina, que se había ya divorciado de Augusto W. Schlegel, y que moriría solo dos años más tarde.
       Reivindica Schelling, además del favorable apoyo político, la libertad del artista y la autonomía del arte respecto a los poderes. “El arte y la ciencia no pueden moverse más que en torno a su propio eje. El artista...sigue la ley que Dios y la Naturaleza ha grabado en su corazón, y no conoce otra. Nadie puede ayudarle; debe encontrar ayuda en sí mismo.
        Así diría en un poema Hölderlin, su compañero de Tübingen: Cuando te fallen los maestros, pídele consejos a la naturaleza.
        El artísta tampoco encuentra más que en sí mismo su compensación. Por tanto, “nadie debe ordenarle ni trazarle la ruta a seguir”.
        Termino haciendo constar, por un lado, en el romanticismo, esta llamada a la libertad y autonomía del arte, y por otra lado, su deseo de implicar el arte en los “destinos del género humano”, como dice Schelling.
        El arte tiene, pues, un sentido de vanguardia, una misión de contagiar entusiasmo, por lo sublime y lo bello, y de algún modo necesita del Estado para su realización progresiva de formación humana.
        En el primer Romanticismo, heredero de la Ilustración, pese a las contradicciones que conlleva y a las crisis que anuncia, hay un proyecto que da sentido al arte como tarea de perfeccionamiento de las capacidades individuales y de hacer aparecer los destinos de una época: capacidad anticipatoria que no deja de ser inquietante cuando se entienda el arte como expresión nacional.
        Quizá lo más valioso, creemos, del diálogo moderno con la reflexión iniciada por Friedrich Schlegel y continuada por Schelling sea el mantener despierta hoy la pregunta por el sentido del arte en la era de la técnica. A pesar de lo difícil y a menudo esotérico de su reflexión, hemos acudido a una obra de Heidegger (La pregunta por la técnica) para reencontrarnos con algunas de las intuiciones de aquellos autores románticos.

        Heidegger (en esa conferencia donde se encuentran sus últimas reflexiones sobre la técnica) parte del peligro oculto de que la técnica haga ocultar la realidad. “En medio del peligro que, en la época de la técnica, más bien se oculta que se muestra”, el peligro de que la técnica (y en un sentido amplio, tecné abarca a la filosofía como búsqueda de la verdad, y al propio arte) ya no haga salir, brotar lo que nos salva.
        Como fondo de esta reflexión hay que recordar los dos versos de Hölderlin: “Donde hay peligro/ crece lo que nos salva”.
        Quiero hacer una lectura no teológica ni mesiánica de este esfuerzo del pensar de Heidegger. ¿Podríamos mantener aún la esperanza en el sentido final de nuestras construcciones, de nuestras producciones: de nuestras inquietudes en torno a la “aletheia”, en fin: en el sentido del arte?
        Si volvemos a enraizar, diría Heidegger, la técnica, el arte, el pensar con el habitar, sí.
        Pero, para ello, debemos tener conciencia primero de la penuria de nuestro habitar, cada vez más estrechado de suelo vital. Cuando el hombre constata la falta de suelo vital en que mora (su alienación respecto a lo que Heidegger llama Cuaternidad - el cielo, la tierra, los dioses ausentes y la comunidad humana, la historia) deja de sentir la penuria; de lo contrario, su olvido, su confinamiento unidimensional le convierte en el ser más miserable; en un mortal alienado, no consciente de la posibilidad abierta a su esencia de mortal: la posibilidad de estar abierto a los cuatro puntos de la rosa de los vientos, al cuidado de aquella Cuaternidad que le pertenece, y donde encuentra sentido todo “hacer” del hombre.
        El arte, desde el proyecto ilustrado, y en Schiller, en Jena y el romanticismo de Schelling y Nietzsche, emprendió un proyecto de liberación del hombre. Como hemos visto, con distintos matices, se continúa en estos autores citados. Pero, en el camino, se fue perdiendo, no la seguridad o el sentido en dicho proyecto, sino la certeza sobre el propio arte (arte mercancía, arte como lenguaje en sí o de otra cosa -símbolo-, arte fagocitado por el continuum de la técnica en un producir desatado y convertido en reinterpretación sonámbula de sus gestos formales).
        Este artículo concluye constatando la afinidad profunda entre las dos orillas de la Modernidad, la iniciada con el proyecto romántico, basado a su vez en el ilustrado, y la orilla del siglo XXI en que vivimos. Volvemos con la mirada al lugar aquel de donde se iniciaron las preguntas, y nos damos, si acaso, cuenta que, en el intervalo de más de dos siglos de Modernidad, sólo hemos alcanzado una cosa: recordar que ya un día, como en el cuadro de Friedrich, estuvimos de frente al negro océano, sin retirar la vista. Una fotografía de ese aparecer único del que somos hoy, una fotografía en blanco negro, es el romanticismo. ¿Documento -diría Foucault- próximo a borrarse en la arena del mar?

 
                 BIBLIOGRAFÍA:

-       Simón Marchán Fiz: La estética en la cultura moderna. (Alianza Forma, Madrid 2000)
-       K. Paul Liessmann: Filosofía del arte moderno. (Herder, Barcelona 2006)
-       Friedrich Schelling: La relación del arte con la naturaleza. (Sarpe, 1985, Madrid.)
-       J.L. Villacañas: La quiebra de la razón ilustrada: Idealismo y romanticismo.
                                   Cincel, Madrid, 1988
-       Martín Heidegger: La pregunta por la técnica. (Ediciones Folio, Barcelona 2007)
-       F. Hölderlin:  Poesía. (Libros Río Nuevo, edición bilingüe, Barcelona)
                


Fulgencio Martínez (Murcia, España, 1960) es profesor de Filosofía,  poeta, narrador y articulista de prensa. Licenciado en  Filología Hispánica y en Máster en Filosofía. Ha publicado, en la editorial Renacimiento, de Sevilla, los libros León busca gacela, El cuerpo del día y Prueba de sabor. Codirige la revista de creación y ensayo Ágora-Papeles de arte gramático.

             


       


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