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jueves, 12 de marzo de 2015

Poesía y filosofía de Antonio Machado. Estudios de Poesía española. Por Fulgencio Martínez (Revista Ágora- Reedición del ensayo publicado en la revista Symposium

DESDE QUE SOMOS UNA CONVERSACIÓN / Ensayos de Fulgencio Martínez/1

Ensayo de Fulgencio Martínez publicado en la revista Symposium, de la Universidad Católica de Pernambuco (RECIFE, Brasil).(ISNN 0039-7695), Ano 16, n.1. Janeiro-Junho 2012.





ANTONIO MACHADO: ENTRE EL ESCEPTICISMO ESPERANZADO DEL POETA Y EL PESIMISMO TRÁGICO DEL PENSADOR DE LA ESENCIAL HETEROGENEIDAD DEL SER




                                                           


              


  
                          Por Fulgencio Martínez



      1. Objetivo y planteamientos del trabajo


En este trabajo nos hemos propuesto, fundamentalmente, estudiar y entender el sentido de la convicción última del pensador Antonio Machado acerca de la “esencial heterogeneidad del ser”.

Esta intuición machadiana es oscura tanto por sus implicaciones metafísicas como por el fondo en sí al que alude -ese tipo de experiencias originarias sobre el ser y la nada, a las que se refiere Martin Heidegger (cf. Ser y tiempo, 3) como origen del pensar occidental, antes del “olvido del ser” por la “Metafísica”-.

Pero, además, en Machado, dicha intuición sobre la otredad (o impulso hacia lo otro) inmanente al ser mismo, está doblada y traspasada por dos caminos de reflexión, que no siempre coinciden en sus tiempos y valoraciones: el camino de reflexión del poeta y el del filósofo. Por ser ambas reflexiones puestas al servicio de un diálogo del pensamiento o la conciencia con la vida, y por entrar unas veces en conflicto, otras en cooperación, decimos que presenta una añadida complejidad y ambigüedad la concepción machadiana sobre la heterogeneidad del ser.


En nuestro trabajo hemos querido contextualizar también ese pensamiento machadiano con aquellos autores que fueron referencia para Antonio Machado (Bergson, Unamuno, Leibniz, Kant, y posiblemente Heidegger), como con otros contemporáneos con los que coincide en algunos aspectos (Jaspers, Max Scheler, etc), cuyas inquietudes comparte y a los que incluso precede en sus planteamientos propios, que acaso cobren más claridad en el contraste con esas referencias.


Incluso, una filósofa posterior como María Zambrano, con su pensamiento sobre la “razón poética”, creemos que nos abre perspectivas nuevas para indagar con más provecho en esas “oscuras” y profundas intuiciones machadianas.

Hemos partido, sobre todo, de las fuentes originales del propio Antonio Machado (fundamentalmente el apéndice de su Poesía completa, que incluye las dos partes de un “Cancionero apócrifo”, y el libro en prosa Juan de Mairena, que en sus dos partes recoge artículos publicados en revistas a partir de 1935); como otras referencias básicas, hemos usado el libro de A. Sánchez Barbudo El pensamiento de Antonio Machado, y las historias del pensamiento español, de J. L. Abellán y de Manuel Suances.

Nos ha parecido también de interés indagar el testimonio de escritores coetáneos, compañeros de su generación, sobre Antonio Machado (en quien la figura del hombre, del poeta y el pensador están tan vinculadas); además de conocer el contexto del Modernismo en que se inscribe su obra. Y hemos acudido, entre otros, a libros como Apuntes sobre el Modernismo, de Juan Ramón Jiménez, y El modernismo: compromiso y estética en el fin de siglo, de Ana Suárez Miramón.

Hemos tenido, también, en cuenta, para lo dicho anteriormente sobre el contexto filosófico, las obras fundamentales de Miguel de Unamuno, Martin Heidegger, Karl Jaspers, H. Bergson, Max Scheler.


Planteado el trabajo así, han surgido durante su desarrollo nuevas pesquisas e inquietudes hermenéuticas, que quizá sean de interés y cuyo alcance sólo hemos podido apuntar: como la relación de Machado y el mal, que abre un puente con la teología del siglo XX, y más atrás, con la teodicea de Leibniz (punto de arranque del pensamiento de Machado sobre la mónada), y aun con San Agustín (con la radical inquietud interior del alma, su hambre de transcendencia y la posibilidad de esa apertura). Caminos que curiosamente acercan, por vía insospechada, a Antonio Machado con Heidegger: no sólo con el Heidegger de Ser y tiempo y ¿Qué es la Metafísica?, sino con el Heidegger joven que reflexiona sobre San Agustín.


Del desarrollo del trabajo fuimos extrayendo una conclusión (siempre provisional), que anticipamos aquí: la constante dualidad, o en el mejor caso, complementariedad, entre el Machado poeta (más identificado con el hombre bueno que era, y con el corazón) y el Machado que se trasvasa en sus “complementarios”: en Juan de Mairena, y en su maestro Abel Martín (entre otros “heterónimos”), filósofos trágicos. Aunque esta aparente escisión del pensador (que parece querer sostenerse sobre una serie de dualidades: interioridad/exterioridad; corazón/cabeza; poesía/filosofía; fe/razón, razón poética/razón lógica; intuición/concepto; y finalmente solipsismo/amor fraternal), son también expresiones del devenir humano y existencial del hombre Machado, fundamentalmente un solitario que quería, sin embargo, creer y amar al prójimo y que no se resignaba a la soledad. Los datos de su biografía nos dicen que en 1912, a partir de la muerte de su esposa Leonor, tras abandonar Soria y el entorno que le inspiró su segundo libro Campos de Castilla (donde intentó volcar su lira en una poesía “objetiva”, comunicativa, incluso social), comenzó a escribir en sus cuadernos los pensamientos de sus “complementarios”, autores en los que Machado vierte sus inquietudes filosóficas, reservándose, con cierta ironía, para su ser íntimo, la adhesión, la duda o la negación ante esos filósofos “apócrifos” suyos. Temía el Machado maduro enfrentarse de nuevo a la melancólica soledad que expresó en su genial primer libro Soledades; temía volver a encontrarse perdido en esas galerías del alma en las que se deshace, con un rumor inmanente, la objetividad del mundo y del próximo, del otro.

“Poeta ayer, hoy triste y pobre /filósofo trasnochado. Tengo en monedas de cobre/el oro de ayer cambiado”. Dirá Machado, con cierta pose de escéptico, de idealista escarmentado, o quizá autoengañándose por un momento, al rememorar su juventud y los años de 1903 a 1911 en que abrió su espíritu poético al amor y al mundo. Lo que quizá podemos ver mejor nosotros ahora, es cómo su angustia solipsista, su búsqueda del otro y su melancolía por el fracaso o ausencia del objeto amado, son los temas que están presentes desde primera hora en su poesía y sobre los cuales el pensador, en “compañía” de sus complementarios, ahondará.

Nos queda, tras el trabajo realizado, la duda de si la dualidad señalada no es un punto de partida y de llegada, en Machado, tanto para el pensador-filósofo como para el poeta. Su “metafísica de poeta”, que hemos de tomar muy en serio, no parece una derivación ni un comentario de la vivencia íntima que expresó como poeta.

Y esa dualidad, creemos, que se expresa en una paradoja insuperable, que afecta a los dos términos de una contradicción última, tanto como a la contradicción en su totalidad: el escepticismo esperanzado y el pensamiento negativo, pesimismo trágico (lo llamamos para acercarlo y oponerlo tanto a Schopenhauer como a Nietzsche).

Y hemos añadido, de nuestra cosecha, sin que nos asista la certeza, el genitivo posesivo a ambos aspectos de la contradicción: escepticismo esperanzado del poeta/ pesimismo trágico del pensador”. Esperemos que la exposición de nuestro trabajo aclare un poco por qué, y también pueda esclarecer el por qué de la paradoja de los términos (escepticismo esperanzado, y pesimismo trágico).

Finalmente, el pensamiento básico de Machado sobre la radical alteridad del uno, “la heterogeneidad del ser”, a la que aludimos en el título de este trabajo, será la referencia constante que debemos iluminar en lo que podamos con el estudio de los temas fundamentales de la filosofía de Antonio Machado (el amor, lo otro, Dios, la nada, el tiempo) y en relación a su poesía y a su meditación sobre ella (su “poética temporal”).

      1. INTRODUCCIÓN A LA ESENCIAL HETEROGENEIDAD DEL SER


Queremos abordar, sin más preámbulos, lo que creemos, con Sánchez Barbudo y Manuel Suances Marcos, que es el nudo de la filosofía de Machado: su convicción metafísica acerca de la esencial heterogeneidad del ser. Con ella nos encontramos en medio de las reflexiones del complementario Juan de Mairena y en la raíz de las expresiones poéticas nihilistas del maestro Abel Martín, y de este modo tocamos el fondo de la reflexión metapoética que realiza Machado sobre su obra tanto en verso como en prosa.

Machado elabora su pensamiento en torno a esta convicción de base, que luego examinaremos en relación con los temas centrales de su filosofía poética, y sobre la cual volveremos, al final, a profundizar.


El ser, según Antonio Machado, está metafísicamente incompleto en su mismidad e identidad; más aún: constitutivamente está traspasado por la alteridad, esto es, por una apertura hacia el otro y lo Otro, no sólo en cuanto objetos posibles para el conocimiento; sino como sujetos con los que realizar una comunicación personal sin la cual no es posible pensar en plenitud ni es posible realizarse el ser uno: comunicación a la vez afectiva e intelectual, y de amor y de fraternidad.

Lo que ocurre es que Machado llega a ser consciente de la imposibilidad de salir del círculo solipsista y del fracaso de esa aspiración o conatus de comunicación, que nos constituye a cada uno como seres; por tanto, llega a la constatación límite de la contradicción interna del ser mismo, de su, por así decir, maldición de naturaleza, de origen, en una deriva que no está muy lejos de la metafísica maldita del poeta Baudelaire, padre de toda la poesía moderna.

Me interesa aquí destacar, por un momento, este aspecto de la relación de Antonio Machado y el mal: la visión metafísica de Machado de esa tragedia de la naturaleza humana, de la frustrante condición erótica del ser, y el mal. Como Machado se asoma a ese abismo, al que se decantaron muchos otros artistas simbolistas de fin de siglo; entre ellos, curiosamente, su propio hermano Manuel Machado.

Manuel Machado titula su mejor libro El Mal poema. No se trata de un libro con malos poemas, es obvio; el título en sí del libro es inquietante si reparamos tan sólo en que Mal está escrito con mayúscula, y si interpretamos poema en su sentido etimológico de creación. El decadentismo de este libro hizo que el propio Manuel, más tarde, lo rechazara.

Pero Antonio no se deshizo nunca de esa sombra, y tampoco la rehuyó, abjurando de ella y refugiándose en una fe ortodoxa. Mostró siempre su lucha contra esa visión nihilista y maldita de la existencia, renegó de ella, la enfrentó a otras razones cordiales, como Pascal buscando las razones del corazón que la razón no conoce. La poetizó, la objetivó en el pensamiento de sus apócrifos y complementarios, para verla fuera, a distancia y con ironía a veces, para tratar de no tomársela demasiado en serio ni “trascendentalizar”, y con toda modestia, trató de iluminarla y contrastarla con los pensadores que admiraba, primero Unamuno y Bergson, y luego, a partir de los años 30, con Heidegger.

En cualquier caso, la pensó y expresó sin alharacas ni gestos grandilocuentes de desgarro romántico o de poses malditas; pero, al final, la mantuvo como el sentido de toda su obra, y la entendió, en algunos momentos, como en dos de sus últimos magníficos poemas metafísicos (“Al gran cero”, “Al gran uno”), de forma en cierto modo esperanzada, positiva, aunque trágica.

Hasta ahora, sólo hemos comenzado a abordar la “esencial heterogeneidad del ser”. Como el propio Machado, hemos entrado a ella desde la reflexión sobre el propio existente, sobre la necesidad de comunicación y de amor, que forma parte esencial de la estructura del ser, del Yo.

Para Machado, el análisis de la "esencial heterogeneidad del ser" en el  ser humano -como para Heidegger, en Ser y Tiempo, el análisis existencial del ser del hombre (el “Dasein”, para Heidegger)- es lo que nos introduce en el sentido del ser en general. Nos introduce y hasta cierto punto nos condiciona y predetermina ese sentido del ser en general. Por ello, en este punto, la paradoja no puede ser más acuciante para el pensamiento. Precisamente reconocemos en nosotros, como diría S. Agustín, la necesidad de una trascendencia hacia el ser general y, por otra parte, la aproximación a éste la realizamos desde el horizonte de la existencia humana.

En cualquier caso, Machado, al igual que Heidegger en su segunda época, intentó un acceso a la totalidad del ser. Y también este orden metafísico encontró el mismo dilema y la “solución” frustrante del problema que plantea la “heterogenidad del ser”: su disolución en el fracaso, en la nada.

Machado parte de la Monadología de Leibniz: el ser es siempre uno, una mónada sin comunicación (uno compatible con la pluralidad de mónadas, de puntos de que se compone la infinitud del ser: puntos incomunicados y activos como conciencias, infinidad de yos, por tanto, en donde se disuelve cualquier representación objetiva en la inmanencia de la conciencia subjetiva. Solipsismo irremediable, finalmente).


Machado se rebela contra esa paralizante representación de la conciencia como espejo que se refracta a sí mismo, no se resigna al solipsismo y subjetivismo idealista:


El ojo que ves
no es ojo porque tú lo veas:
es ojo porque te ve.



Aunque su reflexión de orden más general, metafísico (sobre los problemas de Dios, de la nada - “el gran cero” que es la obra de creación divina, no el mundo- la muerte y el tiempo, problemas que giran en torno al más difícil y paradójico abordaje filosófico de la heterogeneidad del ser en general) se tiñe al final de una nota muy pesimista y trágica; en cambio, cuando Machado se mantiene en aquello que más le importa -humana y poéticamente-, la comunicación personal, “intersubjetiva”, nos da ahí una ejemplar lección de resistencia e incluso de esperanza; y siempre de amor al prójimo.

De hecho, podríamos decir, para terminar esta introducción, que, para Machado, el verdadero problema de la “esencial heterogeneidad del ser” se plantea entre un yo y un tú, en el tema de la realización humana y la comunión del yo con el tú esencial, con el otro, los otros y el Otro, que radicalmente forman parte del ser de mismo y sin cuya realidad efectiva el ser se vive vacío, frustrado, irrealizado: en definitiva, consciente de su radical incompletud, del mal metafísico de su naturaleza inconclusa.

Sólo la conciencia (concluirá Machado) de ese radical fracaso respecto a lo otro nos puede mantener en espera, esperanzados, con esa fe paradógica, que se destila desde el propio escepticismo que duda de sí mismo, de que:


Confiemos
en que no sea verdad
nada de lo que sabemos.


Esa confianza última, creemos nosotros, está en la base del talante machadiano, la bondad de de su carácter y su constitutiva fe en el prójimo; quizá debido a su formación cristiana y krausista, que fundió en un humanismo a prueba de toda convicción metafísica nihilista.

Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.
 (“A un olmo viejo”)



Y es esa confianza última, eso que podríamos llamar escepticismo esperanzado, lo que lleva a Machado a justificar a Dios o al Ser en general, no haciéndole responsable del mal metafísico que conlleva la frustrante heterogeneidad de lo real.

Desde esta curiosa óptica, Machado aborda una especie de “teodicea”: sus conceptos sobre Dios, al que hace creador de la nada, no del ser del mundo, se deberían entender bajo esa luz.

Como veremos, Machado no cree en una “armonía preestablecida”, a lo Leibniz, ni en un Dios ordenador o creador, al modo de la tradición griega y cristiana.

Sus barruntos teológicos son de una radical heterodoxia.


      1. ALGUNOS TEMAS CENTRALES DEL PENSAMIENTO DE MACHADO.

Planteado el punto de arranque y el eje del pensamiento de Machado, analizemos algunos de los principales temas de su reflexión, temas que desde la “esencial heterogeneidad del ser”, se hallan interrelacionados y ordenados en torno a esa preocupación de base; y cuyo examen nos dará nuevos enfoques sobre la convicción metafísica de que parte el pensador sevillano.


-En este estudio de los temas filosóficos machadianos seguimos principalmente el libro de Sánchez Barbudo (El pensamiento de Antonio Machado) y el capítulo 5.3, “Culminación de la generación del 98: Antonio Machado” del libro de Suances Marcos (Historia de la Filosofía española contemporánea).


    1. La soledad y el impulso hacia el otro y hacia lo otro

Rubén Darío, en un poema que Machado puso al frente de la edición de su poesía completa, nos dio el retrato del solitario Antonio Machado:

Silencioso y misterioso...” 
    (Oración por Antonio Machado).


Machado era, en efecto, un solitario, ya desde su juventud; pero su corazón se desbordaba en búsqueda de la fraternidad del otro y de lo otro, o sea, de Dios. “Como un niño perdido... siempre buscando a Dios entre la niebla”, se ve a sí mismo el poeta. Y es que Machado creía que sólo por el otro puede uno llegar a ser uno y adquirir plena conciencia de sí.


Mucho tiempo después, en su madurez de filósofo que se expresa por medio de sus complementarios (inventos de su soledad y su necesidad de comunicación), Machado se refiere al título de un libro de su alias Abel Martín: De lo uno a lo otro.

Ese título martineano expresa a la perfección la filosofía del propio Machado. Dice éste que su punto de partida está, acaso, en la filosofía de Leibniz”. (“Acaso” insinúa desde la modestia de Machado ante la Filosofía, pero también introduciendo ya una nota de ironía y de duda frente al tomarse demasiado en serio de los filósofos razonadores). Leibniz concibe las almas como mónadas incomunicadas, solitarias, sin contacto real con el mundo exterior. Sólo comunican acaso con Dios, que ha dispuesto de una “armonía preestablecida” por la cual se sintonizan las percepciones internas y externas de cada una de las mónadas. Aunque las “mónadas, dice Leibniz, no tienen ventanas por las cuales algo pueda entrar o salir”. Son, pues, mundos solipsistas, el solus ipse de una nota aislada repetida infinitamente en una partitura de la que ellas no tienen conocimiento y que, sin embargo, produce en su totalidad una concertada música. Música divina, pues, que necesita, curiosamente, del dinamismo de esas mónadas aisladas (que Leibniz entiende no sólo activas, sino dotadas de fuerza, esfuerzo, conato; en definiva, de apetición de más realidad y más percepciones). Con ellas cuenta Dios para su gran juego.

Machado, y su complementario Abel Martín, parten de esta trágica soledad de la mónada, pero se plantean, en cambio, la problemática dependencia establecida entre Dios y las mónadas. Por un lado, Machado no reconoce más que una sola sustancia, el ser uno que cambia, como conciencia activa (y por ende es mudable, esencialmente heterogéneo) y que a la vez, paradógicamente, está quieto, porque todo lo que es o realizar en inmanente a sí, un serse a sí mismo (Machado conjuga este neologismo “serse” como, luego, su privación, “des-serse”). Cambiante e inmóvil, pues no hay otra energía fuera que la mueva, es la mónada, pero, además, radicalmente solitaria, más aún que la mónada de Leibniz, porque Machado prescinde de Dios. En el fondo, prescinde del Dios Motor primero aristotélico. (Ya veremos, luego también, como reintroduce el concepto de Dios en su pensamiento.).

Las mónadas, para Machado, están a solas consigo mismas, vale decir: completamente solas.

Ya no a solas con Dios, como en el pensamiento racionalista de Leibniz.

Esta es la premisa de donde parte el esfuerzo de Machado por encontrar una salida a la soledad, o al menos, la conciencia trágica de la situación de la conciencia humana.

Eliminado Dios y con ello la hipótesis de la “armonía preestablecida” se elimina también el Dios-Causa y su relación con el Mundo. Dios, dice Machado, “no es el creador del mundo, sino el creador de la nada”.

Esta afirmación, que podríamos tomar como prueba de un confesado ateísmo, tiene, en cambio, casi insondables implicaciones teológicas en el pensamiento de Antonio Machado, que pone en la voz de Abel Martín.


No cree éste en la mónada como espejo que refleje nada exterior, sino en la mónada que se refleja en sí misma. Tampoco cree en la pluralidad de sustancias-mónadas. “La mónada de Abel Martín -dice Machado-... no sería ni un espejo, ni una representación del universo, sino el universo mismo como actividad consciente...”. Su pensamiento se aproxima al panteísmo del alma universal de Giordano Bruno: “Esta mónada puede ser pensada, por abstracción, en cualquier de los infinitos puntos de la total esfera... pero en cada uno de ellos sería una autoconciencia integral del universo entero. El universo pensado como sustancia, fuerza activa consciente, supone una sola y única mónada, que sería como el alma universal de Giordano Bruno”).


El alma-mónada de cada uno es un punto sólo pensable por abstracción de esa alma-monada infinita del universo, parecida al alma universal de Bruno. Observemos, de paso, cómo estos pensamientos reproducen ideas filosóficas que están en la base de la filosofía griega y moderna: la reduplicación de los microcosmos y la necesidad teórica de un todo que los contenga; la afinidad entre microcosmos y macrocosmos, y la dialéctica entre lo finito y lo infinito. Si Machado se mantuviera principalmente en ese nivel de abstracción teórica, que intenta pensar la totalidad del ser, su filosofía no hubiera llegado a las notas profundas, existenciales, a que llegó. Pero a Machado, como a san Agustín, quien pensó antes en esos abismos oceánicos en que se mueve el alma como gota de agua o pez en el todo del misterio, le interesó siempre más el misterio del alma individual que el del alma universal. Digamos, de paso, que la metáfora del abismo oceánico es también recurrente en la reflexión machadiana, y los términos “pez, “pesca”, para referirse al alma y al conocimiento en su afán objetivador, así como “mar” para referirse al misterio de Dios y del silencio de la nada o del tiempo.



“Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería (...)


Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar."




“Y cuando llegue el día del último viaje
y esté al partir la nave que nunca ha de tonar,
me encontraréis a bordo, ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar”.


La preocupación básica del humanista Machado es el hombre, el alma humana. Dice, por boca de Mairena quien a su vez recuerda una reflexión de su maestro Abel Martín (observemos, de paso, este magnífico recurso de la ironía machadiana aprendida, creemos, en la lectura de uno de sus filósofos más queridos, Platón; en el Platón del Banquete; y de paso, también, intimemos algo con este maestro Abel Martín, trasunto de Sócrates):

“El alma de cada hombre -cuenta Mairena que decía su maestro- pudiera ser una pura intimidad, una mónada sin puertas ni ventanas, dicho líricamente: una melodía que se canta y se escucha a sí misma, sorda e indiferente a otras posibles melodías...”.

Pero Machado corrige: el alma no debe ser “sorda e indiferente” a las demás almas o melodías. Y no se trata sólo de un compromiso o deber ético, de un juicio de valor que desconozca el salto categorial entre el “es” y el “debe ser”, y del cual se postule luego una atributo ontológico. No. Ocurre al revés, como veremos, del es, de lo metafísico, se da el salto al deber ser, a lo ético.

El alma no puede ser indiferente porque de hecho no lo es, porque metafísicamente no lo es. Y, por ello, se debe tener conciencia, si el alma quiere ser plena, de esa apertura al otro.

La mónada, dice Machado, es fraterna y ansiosa de lo otro; como una especie de Segismundo calderoniano, en la soledad de sus prisiones, el alma siente ese vacío de lo otro, y la situación antinatural, forzada, de la soledad.

Aquí nos encontramos de frente con la “esencial heterogeneidad del ser”. En el alma hay un vacío que sólo llena lo otro distinta a ella misma; la actividad de la mónada individual (más dignamente creemos que en el concierto de Leibniz, cuando estaba al servicio de la argucia de la armonía total preestablecida por Dios), la actividad del alma es ahora, básicamente, una búsqueda del otro, búsqueda imposible, dirá Machado, puesto que el otro al final puede ser una ilusión inmanente, pero en eso se decide la heterogeneidad del ser: en ese impulso o conato que radicalmente nos lleva al otro, exista o no.

Impulso centrífugo sin el cual no es posible la conciencia de sí (en sentido existencial, insistirá Machado; más que en un sentido puro fenomenológico, a lo Husserl o Brentano: la conciencia es conciencia de algo). Sentido existencial de la conciencia de sí, próximo a la reflexión de Heidegger, que implica a la existencia auténtica, a la realización humana, y en Machado, especialmente, a la fraternidad con los otros, y al amor.


    1. El amor, en el pensamiento de Antonio Machado.


. El amor erótico


Machado parte, como Platón, del “eros” como impulso a la perfección de la naturaleza esencialmente incompleta del ser humano. Desde su sentimiento personal, el amor se concreta en el amor a una mujer, en un ser real encarnado, como diría el poeta Pedro Salinas, en una “carnalidad mortal y rosa/ donde el amor inventa su infinito”. Sin el amor, dice Machado, las ideas platónicas serían copias frías, abstracciones, “copias dificultosas/ de los cuerpos de las diosas”. La mujer es, para Machado, la concreción luminosa y real de la idea, el “otro” que puede complementar el ser. “La mujer/ es el anverso del ser”, dirá por boca de Martín, que era un “hombre en extremo erótico”.


Machado, tanto en su poesía como en su reflexión filosófica, fluctúa entre la visión de la mujer como ideal, producto de la ensoñación romántica y de la ilusión inmanente de la conciencia, y la mujer sensible, de carne hueso. Él quiere salvar el sentimiento del amor que “comienza a revelarse como un súbito incremento del caudal de la vida, sin que, en verdad, aparezca objeto al cual tienda”. Y por ello, no es una objeción que la mujer sensible sea un apariencia, como tampoco, destruye la verdad del amor el hecho de que “amada no haya existido jamás”.

Esto está de acuerdo con su poesía de juventud, de libro Soledades, pero Machado no creemos que estuviera muy cómodo en esa concepción vaga, romántica, incluso prerrafaelista, del amor. Pero, tras luchar contra su tendencia al solipsismo y por sus propias experiencias vitales (la muerte de su joven esposa, Leonor; el encuentro, en su madurez, con un amor real, Pilar Valderrama, la Guiomar de sus últimos poemas), Machado elabora una teoría compleja del amor como ausencia, que por un lado le consuela de su angustia erótica y de su soledad, y que por otro explica, abarcándola en una visión más profunda, su primera teoría poética del amor.


El sentimento de la ausencia es la base existencial del impulso erótico. Machado explica con ejemplo de su poema “Rosa de fuego”, esa raíz metafísica del amor:


¡Y cómo aquella ausencia en una cita
bajo los olmos que noviembre dora,
del fondo de mi alma resucita!


El amor brota de ese sentimiento indefinible de ausencia, que, dice Machado, no alude a ninguna anécdota amorosa ni a ninguna pasión correspondida o pérdida concreta del bien amado.

El amor mismo es aquí un sentimiento de ausencia...”. Al revelarse la primera angustia erótica nos descubrimos “un sentimiento de soledad” irremediable, la imposibilidad del amor.


Los románticos, los simbolistas y los modernistas expresaron ese tema del “misterio de lo ausente imposible”, a través de símbolos, como el cisne -Rubén Darío-, o el Lohegrin, de Wagner.

Esa nostalgia de un ser imposible, que se sabe siempre vocada al fracaso, lo piensa Machado en relación con la imposibilidad metafísica del amor: bien porque el objeto amorosa deviene inmanente, una ilusión de la nada; o, por la imposibilidad de superar el narcisimo del yo que convierte al amante en espejo que refleja a la amada y la convierte en su propia imagen; y por último, por la imposibilidad de la ascesis que exige el amor: la renuncia del amante “a cuanto es espejo en el amor”.

Esta renuncia es la posibilidad final que adopta Machado ante el amor; renuncia a la posesión y metamorfosis del otro en la propia imagen de uno (o lo que es lo mismo, renuncia a lo que el amor tiene de más profundamente egoísta, de construcción y refuerzo de nuestro yo), pero renuncia que salva el sentimiento originario del amor, como una conmoción vital, una disposición nunca del todo realizada ni satisfecha: la actividad socrática del erastes: lo que importa en el amor es ser amante, no amado.


. El amor fraternal.


La mónada no es sólo amante, también es fraterna. Su sentimiento ha de compartirlo con los otros para tener conciencia del propio sentimiento. “Un corazón solitario, dice Machado, no es un corazón, porque nadie siente si no es capaz de sentir con otros...”

El cuidado del otro, el amor fraternal cristiano, es otro intento de salida del solipsismo y una respuesta a la esencial carencia de autosuficiencia del ser, a su heterogeneidad.

El poeta y el pensador Machado tenía una auténtica preocupación por los problemas humanos, sociales y políticos; concebía incluso la poesía, dice Ana Suárez (cf. “El modernismo. Compromiso y estética...) como instrumento para regenerar espiritualmente a los hombres. La influencia de sus maestros krausistas de la Institución Libre de Enseñanza, como Giner de los Ríos, está a la base de esa vocación fraterna regeneracionista de Machado. Pero también el ideal rubeniano de la Belleza y del arte, como bienes excelsos que han de llegar a la mayoría social, al pueblo, para elevarlos. Muy lejos de la tópica imagen del artista recluido en su torre de marfil, incluso del gesto displicente de Ortega o de Heidegger hacia la masa inauténtica, a Machado le preocupaba cordialmente el otro, aunque esté perdido en una existencia alienada y en las apariencias del ser. Precisamente, porque a diferencia de Heidegger, entiende Machado que una existencia auténtica no puede darse sin el otro, y porque el otro puede ser de hecho una apariencia pero hemos de tender a él, y no tanto porque nos sea necesario egoístamente para completar nuestro ser, sino porque lo que no es necesario es la tendencia, el amor, hacia él. No sólo nos es necesario el amor, sino que, sin él, no seríamos auténticos, desoiríamos nuestra naturaleza auténtica radicalmente vocada a lo otro.


Creo que en esta expresión se aclara el concepto de Machado del amor tanto el amor erótico como el fraterno. Se puede, entonces, entender el amor como ausencia, como renuncia, al fin, al objeto amado que indefectiblemente, piensa Machado, deviene una imagen en nuestro espejo del propio yo; un “anverso del ser”.



                3.3. Dios en Antonio Machado


El concepto de heterogeneidad del ser tiene su filiación, en la reflexión de Machado, en sus lecturas de Bergson. Berson opone la homogeneidad mecánica de la materia, a la heterogeneidad de la vida, fluyente, cambiante. Pero esa primera nota bergsoniana de la heterogeneidad en Machado cobra un sentido más profundo, luego, que el de cambio. También Machado parte de Bergson en su valoración de la intuición como forma de captar la vida, no la inerte materia que se deja apresar por los conceptos y la razón lógicomatemática. Pero Machado no se encuentra del todo cómodo en un irracionalismo como el de Bergson, y guarda una nostalgia de la “razón helénica”.


El concepto de razón es Machado es asunto complejo, y que resultaría necesario aclara en su relación con otro término: la fe. Fideísmo y racionalismo se enfrenta en la reflexión de Machado, pero, aunque éste, por influencia de su respetado maestro Miguel de Unamuno, tiende, en ocasiones, a presentar en términos unamunianos, el dilema entre la razón (lógica, ciencia) y la fe (corazón, vida), la propuesta machadiana es mucho más compleja, y creemos que más interesante, que la del autor de El sentimiento trágico de la vida.

Estas aclaraciones son pertinentes a la hora de abordar el tema de Dios en Machado. Machado parte de un “Dios del corazón”, manifestado en el corazón del hombre, por tanto de un fideísmo que no preciaría del conocer. Pero resulta que ese Dios del corazón es sólo una nostalgia de Dios en el hombre, otra variante del fracaso del amor, o si quieremos, del amor como ausencia, aquí dirigido hacia el Otro trascendente, y también, como el amor erótico y el fraterno, una condición “absurda”, una pasión inútil, diría Sartre, una “prueba” o trabajo más de Hércules que impone la “esencial heterogeneidad del ser”. Recordemos, también, aquí, que no podemos renunciar a amar.

¿Era Machado un fedeísta ateo? Sí, en el sentido de que Dios se resuelve para él en un sentimiento inmanente de búsqueda de Dios. No, en el sentido de que a Machado no le ocupara ni le preocupara Dios; ni mucho menos, sartreanamente, en que Machado se afirme en la negación de su existencia. Tampoco en Machado es importante (pese a lo dicho anteriormente) la duda agonística de Unamuno. Sánchez Barbudo le llama un “ateo insatisfecho”, de “esos hombres que sienten la falta de Dios”. Su incredulidad no es resultado de la duda, sino de la desesperación ante ese gran misterio de un Dios ausente imposible.


El Dios que todos hacemos,
el Dios que todos buscamos
y que nunca encontraremos”.


La conciencia de la nada, en Machado, es la base de la negación de Dios. Incluso cuando se interesa por Cristo, no lo concibe como una divinidad hecha hombre, sino como un “hombre que se hace Dios, deviene Dios para expiar en la cruz los pecados más graves de la divinidad misma”.

La heterodoxia de Machado no acaba aquí, como comprobaremos.

Cristo, como Prometeo, es el símbolo de la rebelión del hombre frente a la divinidad o la Necesidad. Si la nada es lo que está reservado al hombre (como creía Machado, cf. su poema “Muerte de Abel Martín”), el hombre “inconforme con su destino, convierte a Cristo en Dios... para expiar el pecado de la divinidad, que consiste en haber dado al hombre tan sólo la nada” (cita de Sánchez Barbudo, op.cit).

Machado ha asumido la crítica kantiana a las pruebas de la existencia de Dios; no puede afirmar con la razón la existencia de Dios. Pero, desde la desconfianza ante la razón, tampoco; porque si se decanta por la fe irracional, o por esa otra fe “idealista” que profesaron los filósofos anteriores a Kant (los que, como S. Anselmo o Descartes, partieron de convertir la existencia de Dios en una evidencia basada en la idea de Dios y en la confianza en la pura lógica racional), entonces rebrotaría en Machado el viejo escepticismo y la objeción a esa fe: diría a esos nuevos idealistas, “creéis en la muerte, en la verdad de la muerte, por el hecho de pensarla?”. En suma, para Machado, los conflictos de la existencia humana, la muerte, la conciencia de la nada le impiden apostar por Dios. Sospechamos nosotros que de hacerlo hubiera tenido que afrontar la teología del mal.



                 3.4. El gran cero. El ser y la nada


Y abordamos, ahora, otro tema difícil: ¿por qué llama Machado a Dios el creador de la nada, no el autor del mundo, el que lo ha sacado de la nada, como pensó san Agustín? Y por qué, ahora, el recurso a ese Dios, en que no cree Machado, para explicar la nada, y como veremos, el tiempo mismo y la fugacidad del tiempo, extremos que angustian la existencia humana?


Pensamos que Machado debió meditar profundamente sobre el concepto de creación del mundo. (Como poeta, lo hizo con frecuencia al hilar su poesía con el devenir temporal). La idea de la creación divina del mundo a partir de la nada (ex nihilo) no le debió resultar tan impensable como la coincidencia de ese acto creativo divino con un momento del tiempo: ¿por qué iba Dios a crear el mundo en este momento o en otro? Si no hay motivo, sería el mundo eterno y el propio acto de creación no tendría sentido (porque indica un antes y un después) ante la eternidad. En suma, el ser es menos problemático pensarlo como eterno, no creado. Científicos actuales, como S. Hawking, algo parecido sostienen cuando defienden la no creación del mundo por Dios, sino que basta el concurso inmanente de las leyes físicas para explicar su constitución.

El tiempo físico forma parte de esa constitución del mundo, explicable por la teoría de cuerdas o por alguna otra teoría cosmológica. Pero el tiempo como duración (para emplear este término de Bergson) forma parte de la conciencia humana, y para Machado, de la propia conciencia de la nada en el hombre.

La nada es causa de que preguntemos por el ser, como dirá Heidegger en ¿Qué es Metafísica?

Machado recoge estas reflexiones, anticipando en unos años a Heidegger. Ya en 1926 se ocupa de estos temas. Al principio la nada la entiende todavía como no ser, como privación de ser; aunque ese no ser de la nada tiene consecuencias efectivas; después, quizá por influencia de Heidegger, aclara Machado su concepto de la nada como presencia activa en la existencia, ya no para el pensamiento que necesita para determinar algo pensar en lo que no es; el temor a la muerte, la anticipación de ella y la angustia del futuro, la nihilidad del tiempo, en su fuga irreparable, los temas existenciales dotan, ahora, de una carga efectiva a la nada. Y Dios, para Machado, el creador de la nada.

Nos atrevemos aquí a formular una perplejidad: si la nada es la raíz del Mal, y esa nada machadiana no es, como para S.Agustín, privación o limitación de ser, sino una realidad efectiva; entonces Dios sería el creador del Mal.

Machado se asomó, en efecto, a ese abismo. Su pensamiento de la nada va, sin embargo, a quedar en una dimensión trágica, a medida en que entiende la nada, la muerte, como una condición que hace entrañable, valiosa, la existencia humana; y recordemos que también una condición necesaria para la conciencia de sí; pues otro nombre de la nada es el tiempo, y las dimensiones de las vivencias psíquicas, que “son” en el flujo temporal de la conciencia: el recuerdo, el amor, la proyección en lo futuro: formas de la angustia de la nada y de nuestra condición temporaria.


El poema más enigmático de Machado, el poema Al gran cero es la expresión de estas perplejidades, resumen del asombro ante la nada, asombro que hace posible la revelación del ser, y la raíz última (mítica, diríamos nosotros) de aquella esencial heterogeneidad del ser -su apetito del otro, de lo distinto al “ser”, porque, y decimos ahora nuestra opinión, porque ese “ser” es visto por Machado como no ser, como nada, y al que por tanto apetece el ser auténtico, la realidad imposible y deseada siempre (en el amor como ausencia, en el amor a Dios y en todas las formas y manifestaciones vitales).

Por esta inversión, que Machado sugiere crípticamente, su pensamiento no es nihilista, sino al contrario, una afirmación trágica de la realidad, lograda tras tomar conciencia de la nihilidad aparencial del “ser”. Por eso, puede Machado, al final del poema, invitar al poeta, al corazón, a hacer un canto de frontera “a la muerte, al silencio y al olvido”.

Supera Machado la conciencia del Barroco de la nihilidad de todo: en el Barroco, Quevedo dedicó ya un poema al Cero, que es causa de la destrucción de muchos, o sea, a esa Nada efectiva de Machado y de Heidegger; y Góngora acabó un soneto con aquellos versos de “en humo, en tierra, en polvo, en nada”, destino de toda juventud y belleza, radicalizando, así, el tema interesantísimo del carpe diem.(Los poetas renacentistas recogieron este motivo de Horacio; para expresar la vivencia de la fugacidad de la vida humana; más claramente a través de la versión del latino Ausonio del “colige, virgo, rosas”, se compara la vida humana con la de una flor -tema nada baladí-, con una conciencia muy punzante de la muerte como sombra que avanza contra el tiempo de la vida)


En una carta de Machado a Giomar, en 1935, dice: “Hay que buscar razones para consolarse de lo inevitable”. Y en su libro filosófico, Juan de Mairena: “Nuestro pensamiento es triste, y lo sería mucho más si fuera acompañado de nuestra fe, si tuviera nuestra íntima adhesión. ¡Eso nunca!”.



AL GRAN CERO



Cuando el Ser que se es hizo la nada
y reposó, que bien lo merecia,
ya tuvo el día noche, y compañía
tuvo el hombre en la ausencia de la amada.

¡Fiat umbra! Brotó el pensar humano
y el huevo universal alzó, vacío,
ya sin color, desustanciado y frío.
Lleno de niebla ingrávida, en su mano.


Toma el cero integral, la hueca esfera,
que has de mirar, si lo has de ver, erguido.
Hoy que es espalda el lomo de tu fiera,


y el el milagro del no ser cumplido,
brinda, poeta, un canto de frontera
a la muerte, al silencio y al olvido.



4. LA METAFÍSICA DE POETA DE ANTONIO MACHADO. RELACIONES ENTRE LA FILOSOFÍA Y LA POESÍA


María Zambrano cuya obra se orienta en la “razón poética”, estudiada por Manuel Suances en el cap. 10.6.2. de su Historia de la filosofía española contemporánea, desarrolla una reflexión próxima y complementaria a Machado. Sería María uno de los más lúcidos complementarios del poeta. Suances presenta a la filósofa malagueña en su búsqueda de lo sagrado como eje de una apertura de la razón a los ámbitos metafísicos a los que no llega la filosofía conceptual. Porque para Zambrano, como quería Machado, la razón humana se extiende a una amplitud de saberes y experiencias, místicas, poéticas, religiosas, científicas; no se estrecha en el racionalismo enfrentado a la vida.

Una de las manifestaciones con las que se ha de enfocar lo sagrado es la nada. La quinta manifestación: la nada. “La nada es la última revelación de lo sagrado que, esta vez, se muestra en su negatividad”. (Suances, op. cit).

Nosotros hemos estudiado con atención, para este trabajo, la obra de María Zambrano: Filosofía y poesía. En él María Zambrano desarrolla las dos vías de acceso a lo real, la del poeta y la del filósofo, y recomienda el diálogo y la colaboración entre el pensar sintiente del poeta y el pensar metódico de la filosofía. Porque ambos tienen una raíz común, el asombro ante el ser, asombro que el poeta nunca olvida.

“Asombrado y disperso es el corazón del poeta; mi corazón latía/ atónito y disperso”, nos recuerda María Zambrano estos versos de Machado, recordando la infancia de su alma.

“No cabe duda, continúa María Zambrano, que este primer momento de asombro se prolonga mucho en el poeta”, asombro del que sale el poeta por medio de la poesía, de la palabra, pero al que continuamente retorna, porque el poeta no anhela, como el filósofo, la posesión de los conceptos, y la unidad que consigue el logos poético se deshace continuamente descendiendo a diario a la vida, y vuelve a rehacerse y a ser devorado por ella.

El poeta canta esa dispersión, esa fugacidad y se duele o se queja de esa fugacidad misma sin renunciar a estar en ella, sufriente y gozoso. El poeta no cree en la verdad, que supone que hay cosas que son y cosas que no son, y que hay verdad y engaño.


Tampoco para Machado hay una verdad excluyente, ni tiene sentido el escepticismo sino como duda irónica, duda de la propia duda; y tampoco, para Machado, el corazón hace distingos entre apariencia del amado y realidad objetiva de éste. Las cosas existen porque se aman, porque se está tendiendo hacia ellas. Esa es la creencia que supera cualquier solipsismo de la razón.


Para el poeta, dice Machado, “cuento es aparece; cuanto aparece, es.No hay, pues, problema del ser, de lo que aparece. Sólo que no es, lo que no aparece.. puede constituir problema”. Machado explica así el soneto de Abel Martín “Al gran cero”, que hemos reproducido anteriormente. Y nos da, ahora, un nuevo giro al problema de la nada, al decir que en el poema se atiende a la “palabra divina que al poeta asombra y cuya significación debe explicar el filósofo”.

El filósofo, parece entender Machado, vive más en el tiempo del análisis, del intentar entender; el poeta, en el momento del asombro....¡ante una Nada que es creada por la palabra divina!

Parece que estamos en el poema de Parménides. En el asombro del poeta se aceptan las apariencias como tal (vía de la Opinión, doxa); en la explicación racional del filósofo, se duda de lo que es: en el poema parmenídeo para llegar al Ser único.

Machado,en cambio, parece decirnos que en el asombro tratamos con el ser; mientras que en la reflexión nihilizamos ese ser buscando su unidad y permanencia. No estaría esta inversión lejana al pensamiento de Nietzsche: la apariencia es el verdadero de las cosas; todo “ser” pretendidamente “verdadero” es la nada (cf. Crepúsculo de los ídolos).

Estaríamos acercando a esa inversión paradójica que hemos detectado al final del apartado anterior, en el sentido profundo del pensamiento de Machado.

“La realidad es... fugaz, funambolesca/ el cigarrón voltaico, el pez que nadie pesca”. Más aún, todo pretendido “concepto” del ser es representación del no ser, al matar el fluir de lo real.

Hasta aquí no hay problema si nos mantenemos en el plano del conocimiento, no hay problema en defender un antirracionalismo y en disolver la distinción apariencia/realidad. Pero, entonces, cómo puede haber metafísica; rearguye Machado. Si hay problema( aun afirmada esa desproblematización del ser, que no establece distinción entre lo real y lo aparente) porque queda pendiente el problema del no ser (dice Machado), de la nada (dirá Heidegger: “·¿por qué el ser y no mas bien la nada”), y la orientación en este problema, para Machado, es el comienzo de “toda futura metafísica”.

El ser, para ser, ha de aparecer, dibujarse sobre la pizarra negra de la nada: en el asombro ante ese aparecer está inserto el asombro y el temor ante la nada, ante la aniquilación de lo que aparece. En definitiva, en palabras de Sánchez Barbudo, “es la pura nada quien causa el asombro del poeta, y de ese asombro nace la poesía”.

El dolorido sentir (Garcilaso) es otro medio diferente, otro camino, más rápido, para llegar a la heterogenidad trágica, sin objeto, de nuestro ser. Otro camino lo recorre el amor de ausencia, un camino de vuelta tras el fracaso del amor. Y otra vía, finalmente, es el pensar metafísico del filósofo.

Pero, en el fondo, son todas las vías una misma experiencia metafísica. “Todo poeta ( y podríamos añadir nosotros: todo amante) supone una metafísica, dice Machado... el poeta tiene el deber de exponerla”.

En un artículo de Machado de 1937, que dedica a exponer el libro Ser y Tiempo, de Heidegger, nos dice que el análisis existencial que realiza Heidegger proporciona “una nota profundamente lírica, que llevará a los poetas a la filosofía de Heidegger, como las mariposas a la luz”.



5. Conclusión

Del estudio del pensamiento de Machado en torno a su convicción radical sobre la heterogeneidad del ser y de su anhelo de comunicación con el otro y lo Otro, aun desde la conciencia de la imposibilidad y del fracaso del amor tanto erótico como fraterno, incluso, ahora decimos, filial (en la búsqueda del Padre divino), extraemos una conclusión que está arraigada en estas palabras de Machado:

de que nadie “logrará ser el que es, si antes no logra pensarse como no es”; o como interpreta Sánchez Barbudo: que “nadie logrará ser él mismo sino gracias a ese impulso hacia lo otro, lo que él no es, aunque eso otro no exista”.


La trágica heterogeneidad del ser la hemos descubierto, en la reflexión, al volver sobre nosotros mismos, a dar cabida a lo que llama Machado los “reversos del ser” que descubrimos inmanentes en nosotros, ilusiones vitales, apariencias de la nada; y de esta manera descubrimos la nada. Este es el camino de vuelta, que recorren el filósofo y el amante, que son como dos caballeros de la pérdida.

Pero la descubrimos, también, en medio de las apariencias, al vivir entre ellas, como el poeta y el hombre de la sensualidad estética; y de esta manera también descubrimos la nada.

“Para uno la nada se revela al descubrirse el carácter inmanente de lo otro todo, y para el poeta, que acepta las apariencias como realidad, la nada se revela en esas mismas apariencias” (Sánchez Barbudo).

Pero este paso de la metafísica de la heterogeneidad del ser a una metafísica de la pura nada supone, también para Machado, como para María Zambrano, un salto y apropiación definitiva de la razón poética, un adiós a la razón paralizante ante la nada.

No está marcado de pesimismo derrotista el pensamiento de Machado, quien al final de su metafísica de poeta, se reconoce en tal y suelda los dos aspectos hasta entonces divididos de su alma de poeta y filósofo. Valdría decir que el filósofo es ya el poeta, y viceversa.


“No le preocupa al poeta la esencia de lo que aparece, de lo que él alma, sino su existencia y su futura desaparición. El ser, en suma, revelado a la conciencia por la nada, no es el ser inmutable, sino el ser inmerso en la corriente del tiempo y considerado desde nuestro ser, inmenso en el tiempo también”. (Sánchez Barbudo). 
                                                                            

Machado, en fin, fue de la poesía a la filosofía y descubrió, anticipándose al  existencialismo, que el sentimiento de que arranca la poesía es la raíz de toda auténtica poesía; ese sentimiento de lo temporal que Heidegger descubrió en su analítica del Dasein.

Pero, además, supo Machado recoger de la poesía la esperanza para vitalizar cordialmente su filosofía. Su apelación a la fraternidad, al renacer del hombre, al nuevo entusiasmo por lo colectivo, que cantarán los poetas del mañana, y por último su fe en una razón futura salvadora, aunque la nada aceche, es el legado de su generosa humanidad.


7. Bibliografía consultada
      • Antonio Machado: Juan de Mairena.Espasa Calpe, Madrid, 1973
      • “ “ : Obras completas, volúmes I, II. RBA, Barcelona 2005
      • “ “ : Antología poética. Ediciones Óptima, Barcelona, 1998
      • “ “ : Campos de Castilla, edición crítica de José L. Cano. Castalia, Madrid 1989.
      • A. Sánchez Barbudo: El pensamiento de Antonio Machado. Guadarrama, Madrid, 1974
      • Manuel Suances Marcos: Historia de la filosofía española contemporánea. Editorial Síntesis, Madrid, 2006
      • J. L. Abellán. Historia crítica del pensamiento español. Vol. 5. Espasa-Calpe, Madrid 1991
      • Juan Ramón Jiménez: El modernismo. Apuntes de curso. de. De Jorge Urrutia. Visor libros, Madrid 1999
      • Ana Suárez Miramón: El modernismo: compromiso y estética en el fin de siglo. Ediciones Laberinto, Madrid, 2006
      • María Zambrano: Filosofía y poesía. F.C.E, México 2000
      • Martin Heidegger: Estudios sobre mística medieval. Ediciones Siruela, Madrid, 1997, traducción de Jacobo Muñoz.
      • Ian Gibson: Ligero de equipaje: la vida de Antonio Machado. Punto de lectura, Madrid, 2007

REVISTA ÁGORA DIGITAL MARZO/2015

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