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jueves, 5 de marzo de 2015

Cuando los escritos hablan. Por Antonio Checa. Revista Ágora/artículos literarios





El poeta Miguel Hernández y su esposa Josefina Manresa




                         CUANDO LOS ESCRITOS HABLAN

                            
                 Por Antonio Checa


Había tomado un libro para ponerlo en la mesita de noche, allí, como otros, me susurraba al oído ofreciéndome el mensaje de su escrito, pero este, no sé el por qué, al leer el título: “Ruiseñor de fusiles y desdichas”, escrito por un duende de los archivos y un apasionado de los libros, por cierto, amigo mío, llamado Manuel Urbano, Q.E.P.D; me llevó a sus entrañas como queriendo enseñarme el dolor de mucha gente y la belleza de quien da su vida por el prójimo, o lo que es igual, el que cree que el mundo no es una cosa perversa y merece la pena luchar por él como sea. 

Era un libro releído, cuando el escritor me lo dio, lo asumí como mío y devoré fechas y relatos de un tiempo criminal llamado guerra. Me asomé a su vida como quien mira desde un precipicio la inmensidad de la tierra y observa la belleza de la misma y la crueldad del paisaje, pero se siente inmiscuido en el entorno y se ve, o se observa, al lado de una cosa llamada vida a la que llegamos sin pedirlo o porque a nuestros progenitores le daba mucho gustico en la creación de nuestras vidas. 

Levanté la cubierta y leí una cita, y otra cita, y a la tercera, me ofreció la fotografía, oscura, negra, e imborrable de un torbellino de ideas que, ennegrecido en el papel, daba solo su imagen para saber que entre sus rasgos, había vivido el amor y la lucha de ideales conjugados por la pasión de ser aquello en que creía: solidaridad y amor, llevado por la superación de una base familiar donde el estiércol era la cama muchas veces y los gritos el sabor de aquel momento. Sabía que Ramón Sijé lo apoyaba, y que varios intelectuales admiraban su tesón y su inteligencia, y que su amada Orihuela, lo animaba a marcharse en busca de la superación deseada, pero el mundo estaba revuelto, una guerra se asomaba a España, como queriendo hacerla nueva, pero no, era vieja, vieja en ideas, en hechos, en desigualdades, en negaciones, en unidades clericales y poderes fácticos en el poder político y económico. No estaba limpia España, estaba sucia, posiblemente como ahora, lo que ocurre es que, la limpieza de los hechos, hace más rancio lo presente aunque en ello va el pasado como regla copiada. Casi como regla hiriente. 

 
Seguí leyendo ese libro documento y me adentré en un capítulo en donde Jaén era su receptor, Baeza el editor de su escritos, y el Frente Sur su destino como Altavoz del Frente, donde Jaén, casi pasivo, solamente miraba las líneas divisorias de una contiendas entre hermanos. El mundo del poema podía ser el del odio, el del enfrentamiento, pero entre todo aquello el amor y la solidaridad salía a borbotones en sus poemas porque en aquellas fechas quería casarse con su novia, como si el mundo fuese una cosa normal, como si el amor tuviese cabida dentro del dolor del disparo, del cañón, de los aviones que lanzaban sobre Jaén la ofensiva maldita de sus bombas, y los represaliados a veces dañaban con sus actos la presencia del bien entre la gente. 

         “Mi querida Josefina. Espérame. Voy dentro de cuatro días. Prepárate para nuestro casamiento. Vas a venir a Jaén conmigo. Tengo una alegría muy grande, nena. No se te hará antiguo el vestido.”. Y se casó entre bombas como quien pide a Dios uno de sus milagros, y empreñó a su novia, y se adentró en su vientre buscando de la vida la vida de su hijo, el de “La Nana de la Cebolla” no, el otro, el que dejaría la tierra en busca de su cielo, el que como cualquier vástago sentiría la sangre hirviendo dentro del abrazo paterno. Y los disparos sonaban por cualquier monte inseguro del sitio a que iban dirigidos. Leí muchas cosas más en ese libro, arranqué su silencio y fui cayendo ante las palabras intentando buscar algo positivo entre lo que ocurría por aquellas fechas, en las que Jaén asumió como suyo un poeta emocional que por sus versos, dejó la belleza embadurnada entre: El “Ruiseñor de fusiles y desdichas”. 

No es en mi norma que me duerma sin un libro como testigo, con un libro llegado de cualquier sitio para que me diga cosas de la vida, de lo que somos los humanos, de aquello que haga pensar en lo bueno y en lo malo de una sociedad compartida, de una sociedad en la que se evapora casi todo menos lo que se guarda en los libros. 

El día de san Rodrigo, 13 de Marzo, llega a Jaén y se aposenta en el barrio de la Magdalena, está en esa ciudad de hechizo plagada por lo siglos en contiendas y acontecimientos interiores, 58 días, no más, y deja tras sí un reguero de poemas que no mueren con el tiempo, resucitan en el tiempo como joya engalanada para su deleite y el pensamiento, desde el que tras la lectura de ese libro, o de cualquier libro, puedes dormirte cualquier noche con el sabor de esos que se fueron con la gloria sobre su cadáver. Dormir para soñar que se puede ser mejor y ser sensato. 

La luz eléctrica debía ser escasa y débil, y lo que tras una eternidad fue la luz nocturna, lámpara de aceite, él, la describe como juego de ajedrez para mentes activas: “En círculo de carta, luz de oliva:/ verdes llamas, traslúcidos abriles/ que la ascensión metálica cautiva/ en corros de cristal, a veces viles.” Un cuarteto sin más como rompecabezas, difícil para su forma de hacer me dice que hemos ganado y perdido en el tiempo, que el aceite de esos “Aceituneros altivos”, se cambió de rumbo y hoy la luz eléctrica, la hemos de pagar como el oro que, a veces vil, sacude a las personas sin posibles, a quienes deseó la igualdad un poeta muerto con treinta y un años, tuberculoso, sin derecho a nada, bueno sí, a que le diesen una comunión no deseada, como otro de esos seres que cada cuatro segundos mueren de hambre en el mundo. Sí, de verdad, cuatro segundos. 

Pero la poesía sigue, la historia del hombre también, y sobre esa mesita pasiva al lado de mi cama, el mensaje del libro dará con mi sueño, la luz que en la oscuridad tiene el poder del placer asumido. 

Cuando se respira el aire de tu tierra y miras por doquier admirando su belleza, crees encontrarte con la sonrisa de aquel hombre que creó versos imborrables y los dejó como ofrenda a los que admiran las sensibilidades soñadoras, pero no es así, solo quedan los libros, la necesidad de darle al autor el homenaje de su lectura, esa que hoy me ha hecho recordar, al mendigo del pan para su gente, y la cebolla especial de esa nana, que hace temblar el corazón de quien se sienta amigo del poema que derrite en sus versos, una cárcel temblando ante la luz universal de algunos corazones.

                                                                                       Baeza febrero de 2015
                                                                                      Antonio Checa Lechuga



REVISTA ÁGORA DIGITAL MARZO 2014

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