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martes, 21 de octubre de 2014

La sabiduría del cuerpo como herencia. Artículo de Maximiliano Hernández Marcos sobre el libro de Raquel Lanseros "Las pequeñas espinas son pequeñas"/ Revista Ágora digital/ Bibliotheca Grammatica/ T3


 

El autor de la reseña, Maximiliano Hernández Marcos












LA SABIDURÍA DEL CUERPO COMO
HERENCIA

Sobre el libro de Raquel Lanseros, Las pequeñas espinas son pequeñas (Hiperión, 2014)


    Con este nuevo libro, que mereció el Premio Jaén de Poesía de 2013, Raquel Lanseros (Jerez de la Frontera, 1973- ) consolida con voz propia una trayectoria poética que ya ha despertado la atención incluso fuera de nuestras fronteras. La diversidad temática y la variedad de tonos que, como en la mayoría de los libros de poesía, convierte también este poemario en un depurado collage del fluir de la existencia, no debe hacernos perder, sin embargo, el argumento poético que le otorga unidad, la perspectiva con la que el alma de la poeta se ha hecho cargo de la contingencia y nos ha entregado con su palabra el sentido de la pluralidad. En dar con él o al menos entreverlo reside el interés humano, la utilidad cultural de la lectura. Por eso, sin menoscabo de otras interpretaciones, aquí sólo pretendo reconstruir la visión personal del mundo que he detectado como lector del libro, la que me lo ha hecho atractivo y ha ganado mi complicidad emotiva. Quizás no sea la más válida; para mí es, no obstante, la más verdadera.

   Lo primero que salta a la vista en este poemario -me atrevería a decir que en la poesía de Raquel Lanseros en general- es el vitalismo humano y el tono celebratorio de su mirada literaria sobre el mundo. El libro es ciertamente un canto a la vida como la única verdad , "la más profunda", la que no admite canje alguno: "A cambio de mi vida nada acepto" -escribe la autora. Y como todo canto supone aceptación y goce, Raquel asume la belleza de vivir como un don único y misterioso que merece la pena disfrutar a pesar de las "pequeñas espinas" que acompañan o entretejen el esplendor florido de la rosa. Para abrazar semejante "destello arcilloso de la tierra" basta con saborear "el néctar" de los "días que nos tocan". No hay, sin embargo, motivos trascendentes o creencias ultraterrenas detrás de esta gozosa aceptación; se celebra más bien la vida en su finitud, en su fugacidad, en la definitiva insignificancia de todo individuo como ser mortal. "Nadie tiene más valor que las flores en su tumba": es la dichosa hermosura de lo que se vive en un instante, sin suplantaciones ideológicas. El canto poético y el vivir humano son aquí inseparables, e incluso forman parte de un único proceso existencial. Raquel no contempla la vida y la hace verso sin haber sido protagonista de ella, sin haberla vivido en carne propia: "Yo he venido" -anuncia abiertamente- "a ser ola a la vez que miro el mar".

   Pero ¿cómo es posible afirmar y celebrar la vida en su dura finitud, sin sucumbir a la conciencia de la vanidad de todo lo caduco? ¿De qué manera cabe hallar ese "néctar" regocijante en el presente fugitivo que nos ha tocado en suerte? Es claro que esta actitud sólo es plausible allí donde, sin renunciar a la espontaneidad y certeza del pulso biológico, no se quiere, sin embargo, dejar el alma humana, por así decir, en cueros, abandonada al rudo azar o al mecanismo ciego de la sola naturaleza; allí donde, por el contrario, se ha decidido de algún modo la salvación consciente de lo puramente fáctico. Así es en el libro de Raquel Lanseros y de manera muy enfática. En él no se canta la vida como mero acontecimiento natural; se celebra el sentido que tiene ser su propio creador y la oportunidad única y pasajera de sentirse "orfebre del instante". El vitalismo afirmativo se halla, pues, traspasado por una conciencia -muy nietzscheana- de la propia vida como obra de arte, capaz de superar o dar muerte a la muerte misma. El poema "Hacia la luz" habla por sí solo:
 
"Quiero guardar el hoy como se guarda
un templo piedra a piedra.
No me importa esperar: soy la creación.
No me importa luchar: soy la creadora".



Para lograr esta "momentánea eternidad" que nos redime en lo efímero del vacío de  la disolución total, pide una vida de intensidad, en la que la anhelada luz de la verdad no sea distinta del camino de exploración constante de las cosas y de desciframiento con los propios sentidos del misterio inagotable del mundo, de su frescura infinita. En este trabajo de indagación creadora la palabra poética juega un papel esencial: ella explora el latido secreto del mundo, lo ilumina y engendra la verdad. Este vitalismo entusiasta, que conmemora la frescura de una existencia en la que crear, indagar y vivir intensamente son uno y lo mismo, hilvana sobre todo la primera parte del libro, titulada no en balde "Cuanto sé del rocío". 


    Pero también en ella hace ya acto de presencia el segundo motivo que vertebra del mundo poético de este libro: la reivindicación, el testimonio, la proclama de la sabiduría del cuerpo. De ella se nutre el vitalismo festivo de Raquel Lanseros, a ella aspira su ánimo de intensidad, ella sostiene el impulso creativo y el tanteo explorador de su manera de ver y de vivir la vida y de hacerla palabra. El sentido de la existencia que merece la pena es así el de la "luz hermana que alienta en los sentidos"; el saber meditativo que se aloja en los poemas es, de este modo, el que procede de la sensación y el saboreo directo del mundo, sin mediaciones intelectuales ad hoc, sin el filtro espurio de las convenciones establecidas. En el poema titulado, no en vano, "Ensayo general de otro horizonte" Raquel reivindica a este respecto el "derecho a vivir cuerpo adentro", sin "falso testimonio", sin las anteojeras ideológicas y morales de la "ortodoxia" social, que estrechan y paralizan nuestra capacidad de sentir y percibir las cosas, y condenan al olvido la posibilidad de lo nuevo, el encanto de "lo que aún no existe". No se trata, obviamente, de proclamar el abandono al caos -hoy organizado- de la sobrestimulación externa, que vacía el alma y mecaniza el cuerpo, ni a la volatilidad dispersa y mimética de los impulsos primarios, tal como requiere el imperio mercadotécnico del consumo; el horizonte vital reclamado es, por el contrario, el de la apropiación creativa de lo que nos sale al encuentro, esa manera de adentrarse  sensiblemente en el mundo que transforma su extrañeza externa en un hogar íntimo, su misterioso fluir en el aprendizaje luminoso de un destino propio, de una forma de asentamiento en él que nos otorga a la vez estabilidad y apertura emotivas: un saber estar que arraiga en un saber sentir. Por eso los versos de Las pequeñas espinas son pequeñas se entrelazan y cautivan no cual sentencias generales de un pensamiento lúcido pero abstracto, sino como aldabonazos intuitivos de "un cuerpo más sabio". Esta sabiduría a flor de piel, que incluso en su formulación reflexiva mediante la palabra poética mantiene la emoción táctil de lo vivido, emana de la experiencia personal y concreta, y tiene como presupuesto último la convicción de que sólo la sensación -no el juicio racional- nos entrega la verdad de las cosas, nos pone en contacto con la riqueza y el misterio del mundo. "Nunca miente la carne cuando ama" - declara en este sentido Raquel con contundencia en un hermoso verso. 


  El saber del cuerpo, su aquilatada sensibilidad para apreciar y saborear lo otro de sí, por más que cuenten con un sello propio u original, no son, sin embargo, innatos, sino adquiridos; resultan de un aprendizaje histórico, y, por cierto, enteramente silencioso y personal: constituyen la memoria de otros, la herencia estética e incluso ética -más allá de la genética- de nuestros antepasados o del entorno familiar en el que hemos crecido. He aquí el tercer motivo nuclear del libro, el que entreteje sobre todo el decir poético de las partes segunda y cuarta ("Conclave de mariposas" y "El pasado es prólogo"). Su tratamiento se inserta, no obstante, dentro de un tema más general que atraviesa todo el poemario: el del eterno retorno del sentir humano, con sus debidas variaciones particulares de circunstancia, individuo y época. A pesar del guiño -tal vez irónico- a Nietzsche (véase el poema "El burlón mirar de las estrellas"), estamos más bien ante un reciclaje de la clásica visión cíclica del mundo y del tiempo, convertida aquí en clave de una especie de intrahistoria sentimental; en modo alguno ante la nietzscheana voluntad de repetición de la naturaleza y de los acontecimientos conforme a nuestro querer afirmativo y prometeico de la vida. "El mundo es un recuerdo longevo que renace" -escribe Raquel- y "en cada renacer se expía la muerte" (léase asimismo el significativo poema "Diálogo hindú"). La cosmovisión del retorno se traduce así, de entrada, en una suerte de memoria natural de lo mismo, que puede otorgar a la existencia la irrealidad de una reproducción onírica constante ("Cada mente es un sueño de sí misma" -se titula un poema), pero que también puede llevarnos a percibir la identidad de experiencia por la que pasan, cual ciclos vitales, las diversas edades humanas, aun siendo distintos la ocasión y los protagonistas, y a vislumbrar en esa identidad del sentir la verdad eterna de lo vivido  y la certeza de su saber corpóreo, transmisible de generación en generación (véase el poema "La eternidad se llama Buenos Aires"), base incluso de premoniciones inversas, como la que permitiría adivinar la fuerza ardiente de dos amantes en 1790 a partir del latido actual de los que se aman en 2012, por ejemplo, pues hay "un solo amor en medio de un soplo interminable". 


  Esta idea del eterno retorno adquiere, no obstante, un sentido menos metafísico, más histórico y real cuando se pone en juego para presentar la sabiduría del cuerpo como una herencia sentimental de nuestros predecesores más cercanos. La importancia del otro, del alter ego vivo y constituyente de nuestra identidad es indiscutible en el libro desde el poema inicial "Contigo" (véase también "Subrogación perceptiva"), como lo es igualmente el reconocimiento de la sombra ineludible del pasado que siempre vuelve, sea en la forma de un mundo fantasmal oculto en el fondo oscuro de nuestra alma ("Canción de ultratumba" y "Lobos de Valparaíso", por ejemplo), sea con el aliento mítico y reconfortante de las vivencias doradas de la infancia, siempre anheladas (así en "Villancico remoto", uno de los mejores poemas). Mas lo que me parece más relevante de esta presencia de los otros y del pasado es su papel en la conformación de esa determinada manera de sentir y asimilar con intensidad el mundo, ese saber del cuerpo que, carente de docencia teórica, se aprende únicamente por ejemplaridad, en el contacto cotidiana con las personas que marcan nuestras vidas. No hablamos de experiencias concretas o recuerdos decisivos de nuestra memoria psíquica; hablamos de actitudes sentimentales ante la realidad, de formas de asentamiento sensible del cuerpo en el mundo, de talante afectivo ante personas, sucesos y cosas. Este modo emotivo de estar y de tratar con lo que nos rodea también se hereda, y si tiene la finura sapiencial de una asimilación intensa y luminosa de lo que comparece en su nuda contingencia ante nosotros, se erige en la genuina "memoria hecha raíces que sostiene la vida". Raquel Lanseros reconoce que su sensibilidad vitalista y exploratoria es el legado imborrable, incrustado inadvertidamente en su alma, de personas muy cercanas, hoy ausentes, que la convirtieron "en un cuerpo más sabio". Poemas como "Compatriota de robles" y "Dondequiera que estés" sacan a relucir hasta qué punto vivimos y sentimos en cierto modo por delegación de otros, actualizando a nuestra manera, bajo circunstancias distintas, la memoria indeleble de su actitud corpórea, más sabia o más trivial. La afortunada imagen de la "subrogación perceptiva", que Raquel, en el poema homónimo, emplea, sin embargo, para referirse a la dependencia de nuestro ser de la mirada del otro, recoge atinadamente esta idea. "Nuestros antepasados habitan el origen" -sentencia un verso-, retornan en nosotros. "La casa que hoy construyes es el nido / donde te has guarecido desde siempre" -se lee en "Diálogo hindú". No elegimos ciertamente el mundo en que vivimos, pero tampoco lo que en el fondo somos, el alma que nos constituye. Contra el voluntarismo prometeico de la libertad absoluta, cuya expresión extrema acaso sea la reciente cultura estético-tecnológica del body art,  la atención a las raíces emotivas del cuerpo nos sitúa ante el realismo histórico de la herencia estética o sentimental que nos limita. Contundente al respecto es el poema "No Choice":



"En el mundo real -intersección de mentes-
no escogiste tu rostro, tu sexo ni tu época. 
Nadie te consultó sobre el principio. 
Nada habrás de decir sobre el final".   


            No se invita aquí, empero, a la resignación ni -creo intuir- al conservadurismo ciego e inmovilista. Pues tampoco se está hablando de estructuras sociales ni de formas de organización jurídico-política; se trata más bien de la fibra sentimental de que estamos hechos, del temperamento afectivo que alienta nuestros pasos día a día. Para Raquel Lanseros esa herencia emotiva no constituye un destino funesto sino lo que nos da forma e identidad concreta en el mundo, lo que nos instala en él de un modo determinado. Ante ella sólo cabe agradecimiento: la gratitud de los "bien nacidos". Pero ¿podrían decir lo mismo aquellos a los que el destino no deparó la misma suerte al nacer o al crecer? Siguiendo la lógica del libro, parece que tanto el vitalismo como el pesimismo serían, en última instancia, una cuestión de herencia. Raquel da cuenta de la suya, convencida en carne propia de su apreciable ventaja: desmiente las grandes utopías, los relatos redentores (políticos o religiosos) de quienes rigen la historia. Pues quien ha recibido o conocido por fortuna en su entorno el don testimonial de una piel más sabia como su patria firme, no necesita buscar la felicidad en semejantes placebos ideológicos; sabe que éstos son falsificaciones y que las grandes conquistas y promesas anunciadas producen únicamente más sangre y más dolor humano. En la tercera parte del libro, titulada "Croquis de la utopía", Raquel Lanseros pone de relieve este contraste entre esa Historia gloriosa y autorreferencial de los vencedores y la genuina historia eficiente y sin ruido de nuestros antepasados próximos, cuyo hacer y saber sensible sobre el mundo constituye la genuina utopía, el modelo de ser y de sentir que nos sostiene por dentro en vida. Lo utópico no es, pues, lo que los profetas sociales nos prometen o quieren imponernos, sino nuestra herencia sentimental: no un indeterminado porvenir, sino lo que ya ha sido y sigue siendo en nosotros. La crítica social que no sea desmontaje de las suplantaciones doctrinales de este suelo afectivo sólido y real, puede quedar "para otros foros", fuera de esta poesía que escruta el cuerpo sentiente de los hombres para hacernos más sabios a ras de tierra. 


Maximiliano Hernández Marcos


Maximiliano Hernández Marcos es poeta y Profesor de Filosofía en la Universidad de Salamanca

REVISTA ÁGORA DIGITAL / OCTUBRE 2014. BIBLIOTHECA GRAMMATICA

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