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domingo, 10 de noviembre de 2013

BERCK, DE MAX BLECHER, en traducción de Joaquín Garrigós



    "BERCK". Max Blecher












DOSSIER               




MAX BLECHER (1909-1938)




Max Blecher, poco conocido aún en España, es una figura literaria rumana y centroeuropea del periodo de entreguerras. Poeta y prosista excepcional. Este artículo de Joaquín Garrigós Bueno se ocupa de presentarnos al Blecher prosista, y lo acompaña con su traducción del reportaje que Blecher luego desarrolló en la novela Corazones cicatrizados. (En otro artículo, trataremos del poeta Max Blecher, autor casi de un único y genial libro, Cuerpo transparente, traducido al español por Joaquín Garrigós y publicado en la editorial Rosa Cúbica, de Barcelona, en 2008).


  
                PARA DESCUBRIR A MAX BLECHER

                              Por Joaquín Garrigós Bueno
                    traductor y ex-director del Instituto Cervantes de Bucarest



Max Blecher (1909-1938) es uno de los grandes escritores de la que se llamó «joven generación» de la literatura rumana. Su obra está marcada por un hecho capital en su vida y que tendrá una proyección en su obra: a los diecinueve años enfermó de tuberculosis ósea y pasó el resto de su breve vida inmovilizado dentro de un corsé de escayola, con una existencia casi de larva. Se le ha llamado el Kafka rumano. Émulo del escritor checo, de Bruno Schultz y de Walser, pero que, a diferencia de ellos, escribió en una lengua sin circulación, lo cual le impidió convertirse en escritor europeo. Novelista y poeta, su literatura es eminentemente surrealista, en cuya corriente se integró. André Breton le publicó algunos poemas en francés escritos durante su estancia en el sanatorio de Berck.

Aun cuando su debut literario fue acogido con entusiasmo, entre otros, por Eugène Ionesco, no fue lo suficientemente valorado hasta hace poco. Primero, su condición de judío lo condenaba casi al ostracismo en una época trágica; segundo, durante los años del poder comunista, el surrealismo era duramente combatido por el sistema.

En el presente reportaje, Blecher narra con sutil ironía la vida en un mundo infernal, el sanatorio de Berck-sur-Mer, en el Canal de la Mancha, en el que pasó tres años. Es el prolegómeno de su genial novela autobiográfica Corazones cicatrizados, que publicará dos años más tarde (ed. española de Ed. Pre-Textos, Valencia, 2009, trad. Joaquín Garrigós).




                                                                              El escritor, con su madre, en la playa de Berck




MAX BLECHER


BERCK

(La ciudad de los condenados)








 

Hay en la línea férrea París-Boulogne una estación en la cual todos los trenes se detienen más de un minuto. Es Rang-du-Fliers, donde se hace transbordo a Berck.

El viajero no alertado, que se restriega soñoliento los ojos y saca la cabeza por la ventanilla para mirar al exterior, tiene por un instante una visión de pesadilla.

Mientras en todas las estaciones acostumbra asistir al trajín habitual de viajeros que suben y bajan por las escalerillas del tren, allí, con infinitas precauciones, enfermeros y mozos de cuerda bajan de los vagones camillas con enfermos cadavéricos. Cojos con muletas y raquíticos que cuelgan desesperados del recio brazo de sus acompañantes. Son los peregrinos de Berck, la ciudad-sanatorio, la ciudad más impresionante del mundo. La Meca de la tuberculosis ósea.

Todo ese mundo tiene su asiento en un tren pequeño como de juguete, con una locomotora que más bien parece un camello y que arranca despacio, resuella con estrépito y echa mucho humo, mucho, demasiado para recorrer una distancia de solo cinco kilómetros. Es el famoso tortillard, el trenecito de Berck, siempre repleto de enfermos y sus allegados.

Como es lógico, durante el trayecto se habla solamente de la enfermedad, los enfermos, remedios y tratamientos. Yo diría que en este trenecito se debate más de patología que en todas la Academias de Medicina juntas.

El viajero, ya prevenido de que en Berck cinco mil enfermos yacen inmóviles dentro de un caparazón de yeso, espera ver por todas partes, nada más entrar en la ciudad, signos reveladores de esta singular y triste característica. Se queda muy sorprendido cuando pone el pie en una pequeña ciudad normal y corriente de provincias con una Avenue de la Gare idéntica a la de las demás ciudades provincianas francesas, con la habitual calle comercial, con unas gentes que van de compras como en cualquier otro sitio y con casas viejas y pasadas de moda que huelen de lejos a moho y a cerrado.

Mas el contacto con la auténtica fisonomía de Berck se produce de repente, al volver una esquina y ver aparecer el primer carrito de enfermo. La impresión lo deja estupefacto.

Imagínense una especie de landó rectangular con una capota detrás, una especie de cajón, una especie de barca con ruedas en donde yace un hombre acostado y envuelto con una manta, el cual guía al caballo. Quizá supondrían que se trata de alguien que está sentado y muy inclinado hacia atrás en un carruaje, en una posición cómoda y más o menos normal. No. El enfermo está totalmente acostado sobre un bastidor de madera colocado en el carrito y mira unicamente al cielo, a ninguna otra parte. No vuelve la cabeza ni a derecha ni a izquierda; no la levanta ni la mueve. Mira de manera fija por encima de él a un espejo colocado en un soporte que puede moverse en todas direcciones. El carrito avanza, gira, esquiva a un niño, se para delante de una tienda y el conductor ha estado todo el tiempo con la mirada perdida en las alturas, mientras sus manos tiran de las riendas a una y otra parte con los gestos del ciego que camina por sus propias tinieblas. En la fijeza de esa mirada en el espejo hay algo irreal y triste, algo que en verdad se parece al modo de caminar de los ciegos que tantean febriles la acera con el bastón, mientras los ojos blancos miran inexpresivos al vacío.

Por lo demás, el enfermo del carrito va correctamente vestido, lleva una chaqueta abierta, corbata, pañuelo blanco en el bolsillo de arriba y guantes.

¿Quién supondría que debajo de la camisa porta un caparazón de yeso, una verdadera trampa hermética a medida del cuerpo, una cota de mallas rígida y blanca que, tal vez, no se haya quitado desde hace tres meses?





Algo sobre el yeso



Y es que Berck es la ciudad de la inmovilidad y del yeso. Allí acuden, desde todos los rincones del mundo, los huesos rotos y roídos para que los enderecen y consoliden. Gibosidades que deforman la columna vertebral con ondulaciones de serpentina, articulaciones dislocadas, vértebras carcomidas, dedos deformes, codos salientes y piernas torcidas confían en el milagro del yeso. Este fija, endereza y suelda. En Berck el yeso es la materia específica de la ciudad, al igual que en Creuzot es el acero, en Liverpool el carbón y en Bakú el petróleo.

Hay escayolas que aprietan solo un dedo y otras que revisten todo el cuerpo. Las hay que parecen una tubería de la que el enfermo sale cuando quiere y otras cerradas herméticamente que se quedan pegadas al cuerpo durante meses y meses. Estas son las más horribles. Además del tormento de sentir el picor del yeso directamente en el cuerpo cuando el enfermo yace tres días en una especie de cenagal frío y agobiante, habrá de sufrir durante varios meses la tortura de no poder lavarse. Como fácilmente se comprenderá, en ese tiempo se forma sobre la piel una costra gruesa de suciedad que mortifica con un escozor y una comezón infernales. Pero este tipo de escayolas cerradas se hacen hoy día cada vez menos.





Una ciudad horizontal



En una guía que puede comprarse en cualquier librería, leerán uestedes que Berck goza en la costa del Canal de la Mancha de una posición excepcional gracias al golfo de Authie, el cual dirige las corrientes marinas en un sentido favorable a esa localidad.

También se enterarán de que el aire de Berck es extraordinariamente limpio, extraordinariamente puro, el más puro del mundo, con solo cuatro bacterias por metro cúbico, mientras que el de París contiene más de novecientas mil en el mismo volumen. Para un enfermo que va a cuidar su salud y sabe que tendrá que estar durante años en Berck, ese dato no está desprovisto de importancia.

No obstante, puedo asegurarles que ninguno, absolutamente ninguno de los cinco mil enfermos de Berck acudió allí atraído por el reclamo de las corrientes marinas ni por la pureza del aire.

El secreto de esa aglomeración de enfermos es otro: en Berck, los tullidos, los cojos, los paralíticos, los desheredados de la vida, los que en otras ciudades viven como auténticos parias de la sociedad, escondidos por las familias, encerrados en cuartos insalubres, humillados profundamente por la vida que transcurre desafiante a su alrededor, en Berck vuelven a ser personas normales.

Tienen a su disposición toda una ciudad organizada de tal forma que, aun acostados y sin interrumpir ni por un instante su tratamiento, podrán llevar la vida más normal posible.

Acostados «van» al cine, acostados se pasean con el carrito, acostados frecuentan locales de recreo, acostados «acuden» a conferencias y acostados se hacen visitas.

Sus carritos pueden entrar en todas las casas de Berck, en todos los locales y en todas las tiendas: en Berck ninguna casa tiene umbral. Alguien organizó allí la vida dándole un giro de 90º y la vida horizontal resultó ser perfectamente posible.

En los grandes hoteles, donde los enfermos están en habitaciones que no tienen nada que las diferencien de otras habitaciones hoteleras, hay también comedores para ellos, adonde se les transporta con el carrito a las distintas mesas.

El aspecto de uno de esos comedores es a la vez extraño y fastuoso. Esto último porque se asemeja a un festín romano en el que todos los convidados están tumbados, y extraño porque la palidez enfermiza de los comensales le hace a uno pensar en un relato alucinante de Edgar Allan Poe.

El espectáculo más inesperado quizá sea el estival, en la playa, cuando los enfermos se ven rodeados de hermosas mujeres y flirtean con ellas. Y esos galanteos no siempre son inocentes. Ya les dije que los enfermos acuden a Berck porque allí vuelven a ser personas normales…

También hay dramas, desde luego, y desplomes morales terribles. Pero raramente tienen un desenlace trágico. El invierno pasado, dos enamorados, una exaltada y un enfermo incurable, se suicidaron en Berck bajo la cruz de un vía crucis. Aquello causó sensación y los periodistas de París bordaron excelentes artículos sobre la tragedia de Berck. Pero lo cierto es que tales casos son excepcionales.

Con el ritmo absorbente de la vida casi normal que llevan allí, los enfermos soportan sus desdichas con facilidad.

Es el milagro moral de Berck.





¿Qué es una gutiera?



Los paseos en carrito son una auténtica providencia para los enfermos.

Pero una providencia cara y lujosa. Los enfermos pagan en Berck entre 25 y 30 francos por varias horas de carrito. La municipalidad, para gran consternación de los enfermos y los visitantes de Berck, no ha intervenido nunca para regularizar los precios del alquiler. En nuestra moneda, los enfermos pagan en torno a 50 leus la hora; o sea, casi lo que costaría el consumo de gasolina de un coche elegante. En Berck, el carrito tirado por un caballo, como ven, representa más o menos el lujo de poseer un Rolls Royce.

En tales condiciones, los efectos benéficos de la brisa marina y el esparcimiento de los paseos quedarían reservados en exclusiva a un número restringido de privilegiados si Berck no conociese también una providencia para los que andan faltos de medios materiales. Esta se llama gutiera. La gutiera es un invento que transforma a un enfermo en un hombre sano. Reúne las funciones de la cama, del carrito y de las piernas. Una gutiera es un carrito con cuatro ruedas grandes de caucho, con un bastidor de las dimensiones estrictas del cuerpo sobre el que yace el enfermo, con muelles potentes entre bastidor y ruedas que amortiguan los choques y asperezas del camino.

En los sanatorios para enfermos con menos recursos, donde las salas son colectivas y los enfermos permanecen en la cama, la gutiera solo se utiliza para pasear a orillas del mar. Sin embargo, en ciertos hoteles y villas particulares el enfermo no abandona nunca la gutiera. En ella duerme, en ella come y en ella sale de paseo.

En su cuarto, el enfermo baja los brazos y puede conducir con las manos las ruedas en todas direcciones. Los he visto que «iban» así a la biblioteca y cogían un libro del estante o bien pasear solos por los pasillos.

Cuando alguno necesita hacer compras en la ciudad, se telefonea enseguida a un sanatorio cercano y un antiguo enfermo o un convaleciente acude para empujarle la gutiera por la población.

Por ese trabajo cobra cinco francos. Un hombre en Berck es más barato que un caballo y presta más o menos los mismo servicio.





Hoteles y sanatorios



El folleto de propaganda de Becker dice claramente: En Berck hay instituciones para el cuidado de enfermos al alcance de todos los bolsillos. Esto es totalmente cierto. Pero la diferencia entre un hotel up-to-date y un sanatorio «de precio reducido» viene a ser la misma que entre un caballero bien vestido con ropas gris-cendré y una flor en el ojal y un mendigo andrajoso que le tiende la mano para pedir limosna.

Todos los grandes hoteles de Berck cuentan con espléndidos parterres de flores, pistas de tenis, ascensores y agua corriente. Todos los sanatorios «de precio reducido» tienen humedad en las paredes, pasillos malolientes y suelos sucios. La diferencia de tratamiento moral y clínico entre ambas categorías de instituciones concuerda por completo con su aspecto exterior. Una excepción muy honrosa a ese estado de cosas la constituyen dos grandes hospitales para pobres, de una organización admirable y muy correcta. Son el Hospital Marítimo, que pertenece a la asistencia pública de París, y el Hospital Franco-Americano, obra de beneficencia. Pero, por desgracia, en el primero solo se acoge a parisinos y en el segundo hay muy pocas plazas. El enfermo carente de medios, ante la imposibilidad de entrar en ninguna de estas instituciones, cae fatalmente en las garras de los empresarios de sanatorios «de precio reducido».





Berck, la ciudad de los condenados



Cinco mil enfermos de tuberculosis ósea yacen en Berck inmovilizados en una escayola esperando su curación. La terrible enfermedad siente predilección por las articulaciones (las vértebras, la cadera, las rodillas) y una articulación afectada hay que inmovilizarla inmediatamente. Cinco mil enfermos yacen tendidos en su carrito o en su lecho, perdidos en ensueños, sumergidos en lecturas sin fin y desmaterializados en la contemplación infinita de las inmensidades del océano.

Las curaciones son lentas, terriblemente lentas, pero llegan. Hoy alcanzan proporciones impensables antaño. En los cincuenta años de existencia de Berck, a través de una organización terapéutica racional y cada vez más perfeccionada, se ha conseguido reducir la mortalidad de la tuberculosis ósea del 80%, como ocurría en el siglo pasado, al 5%. Es un resultado único en los anales de la medicina.

Además, los enfermos llevan en Berck una vida normal y la maldición de la horrorosa coacción física a la que están sometidos les parece más soportable en medio de una comunidad de casos casi idénticos.

Pero las visiones impresionantes no faltan de Berck. Desde la carga de los enfermos en los carritos, que tanto se asemeja a la colocación de los ataúdes en los coches fúnebres (el carrito, como el coche fúnebre, dispone de un rodillo sobre el cual el bastidor del enfermo se desliza adentro), hasta el espectáculo de enfermos sudorosos a pleno sol que hacen trabajos de punto para los veraneantes y ganar así algún dinero, Berck está lleno de escenas dramáticas e impresionantes. Mas nunca he visto nada más desgarrador, más profundamente humano y más triste que la misa de Nochebuena en Berck.

Los católicos celebran en la iglesia, a medianoche, la llegada al mundo del Niño Jesús.

Nada hay más impresionante que la extraordinaria emoción de los enfermos y su palidez extática en medio del silencio solemne de la iglesia a medianoche.

Acá y acullá, una madre o un familiar que llora con desconsuelo llevándose el pañuelo a los ojos, mientras el sacerdote imparte la sagrada comunión a los enfermos, transfigurados y trémulos cuando reciben la sagrada forma.

En el momento de la elevación, cuando todos los fieles se arrodillan, los enfermos se limitan a llevarse la mano a los ojos.

Entonces, en la iglesia, el silencio se hace más hondo, más abrumador, mientras afuera las ráfagas de lluvia chocan contra los muros de tabla y el viento aúlla una melopea siniestra, como un llamamiento de todos los condenados del mundo, como un conmovedor llanto universal.
1934



  Traducción del rumano por Joaquín Garrigós*
 
Joaquín Garrigós Bueno (Orihuela, Alicante, 1942). Es Intérprete jurado de lengua rumana. Ha sido Director del Instituto Cervantes en Bucarest. Licenciado en Derecho y en Filología Hispánica, por la Universidad de Murcia y Doctor honoris causa por la Universidad del Oeste "Vasile Goldis", de Arad, Rumania.
Su labor de traductor de literatura rumana mereció, en 1998, el premio de la Unión de Escritores de Rumania, por la traducción del libro La noche de San Juan; el Premio Poesis de traducción, de Satu Mare, Rumania, en 2006, y el Premio de traducción del Festival Días y Noches de Literatura, Rumania, en 2007. Medalla Conmemorativa "Mircea Eliade" concedida por la Presidencia de Rumania en 2006, por la contribución a la difusión del autor de La noche de San Juan (Mircea Eliade, traducción en Herder, Barcelona, 1998). Ha traducido a poetas, novelistas y ensayistas rumanos, clásicos y actuales; entre una larga lista: Cioran, Manea, Blecher, Camil Petrescu, Denisa Comanescu, Elena Liliana Popescu, Alexandru Ecovoiu, etc. Sus dos últimas traducciones publicadas son: El libro de los susurros, de Varujan Vosganian (Pre-Textos, Valencia, 2010), y La rusa, Gib Mihaescu (Pre-Textos, Valencia, 2012).



2 comentarios:

  1. Sr Joaquin Garrigós estoy impresionada por su relato. Soy una superviviente de tuberculosis pulmonar, y nunca imaginé que la tuberculosis ósea fuera tan tan difícil y dura de curar. Agradezco desde lo más hondo de mi corazón haya traducido la novela de Blecher. Gracias.
    Sigo las traducción de casi todos sus libros con muchos interés, El libro de los susurros forma parte de mis lecturas clásicas.
    Brevemente le saludo y le deseo muchos años de vida.
    Afectuosamente,
    Sira Domènech

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